Desde la tramoya

Control masivo de la testosterona

Espero que me perdonen los hombres si revelo uno de nuestros secretos mejor guardados. En cuanto en una mesa o en una barra de bar concurren tres o cuatro hombres confiados y heterosexuales, con ganas de desahogarse un poco, no pasan diez minutos hasta que la conversación se vuelve primitiva y animal: lo buena que está aquella, lo harto que está uno de la parienta, el escarceo que ayer tuvo otro, lo machotes que somos y lo saludables que estamos para afrontar cualquier desafío nocturno, aunque sea en sueños. Participamos con pasión de esas conversaciones como ellas –sospecho– disfrutan de la complicidad femenina sobre nuestro comportamiento primario y simplón.

Es una realidad física que los hombres (y el resto de los machos en el mundo de los mamíferos) tenemos un par de gónadas que tienden a segregar más testosterona que las mujeres (o las hembras). Y es una realidad fisiológica y también social, que partiendo de esa cualidad genética, los hombres desarrollamos un comportamiento que tiende a ser más competitivo, más agresivo y más impulsivo.

Claro que para pulir esos impulsos, y eventualmente para suprimirlos, está la cultura. Los animales no desarrollan sistemas culturales complejos. Un grupo de chimpancés seguirá comportándose como mandan sus genes. Los machos más fuertes tendrán prioridad en el acceso a las hembras, y las hembras más sanas acogerán de buena gana sus genes. Los simios no entienden de machismo ni de feminismo. Tampoco escriben leyes, ni componen sinfonías ni construyen catedrales. Los humanos occidentales llevamos cosa de un siglo en un cambio cultural extraordinario. Consiste, con perdón por trivializarlo un poco, en canalizar los extraordinarios niveles de testosterona que nos sobra a los machos. La violencia ejercida sobre las mujeres, el abuso de la posición dominante, la competición desmedida, la imposición de cánones patriarcales, el control del poder político, el desprecio por el cuidado de los niños y los mayores, son la expresión cultural de esa realidad biológica inicial.

Hay un momento feliz en esos cambios sociales, que consiste en consensuar que el cambio ya se ha producido. Hay un momento en que, por ejemplo, toda la sociedad acepta que las mujeres tienen derecho a votar, o que pueden disponer de su propio dinero sin autorización del esposo, o que agredir a una mujer es un tipo de violencia especialmente despreciable, o que no puede aceptarse el pago de un salario menor por el mismo trabajo. Esos momentos no surgen de pronto. La Marcha sobre Washington que en 1963 visibilizó el consenso social sobre la igualdad de blancos y negros, no se organizó el día antes. Los activistas afroamericanos –bajo el liderazgo de Martin Luther King y de un puñado de valientes –llevaban décadas rompiendo con las normas, ocupando los sitios reservados para los blancos y provocando a la Policía. Fue sólo al lograr la complicidad de los progresistas blancos (los conservadores, por definición, siempre están fuera de juego) cuando el movimiento encontró el momentum necesario. De manera que aquel día veraniego, antes de que King declarara su sueño de igualdad, habían cantado Joan Báez y Bob Dylan. Marlon Brando, Paul Newman y Chartlon Heston acompañaban también a sus hermanos negros. Aún quedaría mucho –aún queda mucho– para que la igualdad de los afroamericanos en Estados Unidos sea real, pero es indiscutible que aquel esfuerzo colectivo dio un impulso determinante a la causa.

La huelga de ayer tuvo, salvando todas las distancias, un efecto parecido. Estableció por su éxito un consenso social básico, del que los hombres participamos ya mayoritariamente. Que las mujeres sufren abusos intolerables por parte de los hombres. Eso no las convierte a ellas todas en almas beatíficas ni a todos nosotros en diablos despreciables. La huelga fue un grito pacífico y festivo, pero sumamente contundente, que constata que nuestras conversaciones y nuestros comportamientos de machotes están pasando rápidamente de moda. El jueves 8 de marzo de 2018, nos pidieron a una que controláramos la testosterona. Y más nos valdría hacer caso, no vayamos a parecer chimpancés.

Más sobre este tema
stats