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Qué ven mis ojos

¿Es verdad que eres feminista o no eres demócrata?

“Es imposible mirar para otro lado, cuando lo que no quieres ver está por todas partes”.

Este artículo no va a decir nada que no sepa todo el mundo. Ya se sabía antes, pero se hacía como que no, se le restaba importancia o se solventaba el problema —porque desde luego es un problema—, de forma parcial, a base de remiendos y actitudes por lo general un poco impostadas. Hablamos de las mujeres, de su poca presencia en los puestos de arriba, tanto en el mundo de la política como en el de la empresa, que son las dos cabezas del dragón del poder; de la injustificable brecha salarial que separa sus nóminas de las de los hombres; del desequilibrio que hay entre ellas y los varones a la hora de afrontar las tareas domésticas; del machismo, que en nuestro país tiene una preocupante vigencia, según los últimos estudios y sondeos, entre los jóvenes, que justifican digamos que un cierto grado de maltrato por parte del más fuerte a la más débil si ésta lo contraría de algún modo; de la violencia de género; del sexismo que ennegrece el lenguaje, ya saben: zorro igual a astuto; fulano, igual a desconocido; hombre público, igual a famoso… etcétera, y las mismas palabras en femenino pasan de piropo a insulto. Tenemos un problema, pero ya no es invisible, sobre todo después de la manifestación del ocho de marzo: había demasiada gente en ella como para que todo siga igual y, como las concentradas estaban por todas partes, esta vez al poder no le bastará con mirar hacia otro lado. Hay que tomar decisiones, hacer justicia y, de entrada, vigilar que en ningún caso dos personas cobren sueldos distintos cuando hacen exactamente el mismo trabajo, porque por ahí empieza casi todo: la carencia genera dependencia y la superioridad genera abuso.

Pensaba estos días en las mujeres de la Generación del 27, el momento trascendental de nuestra cultura, su llamada Edad de Plata, lo cual dice casi todo cuando la de oro son Cervantes, Góngora, Quevedo, Calderón de la Barca, Lope de Vega… A ese grupo encabezado por Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre o Gerardo Diego se le conoce también como Generación de la República, y me parece que ese es un nombre acertado, porque se puede pensar que la aparición de esos genios que siguen siendo la puerta principal de la casa de nuestra literatura, se debió al azar, de pronto uno nació en Granada, otro en Cádiz, otro en Sevilla, otro en Santander… Pero sería más razonable darse cuenta de que todo eso vino de una política encaminada a favorecer el talento y la creatividad, de la Institución Libre de Enseñanza, la Residencia de Estudiantes, las Misiones Pedagógicas… En ese ambiente de fomento de la cultura, no sólo aparecieron poetas, también novelistas como Francisco Ayala, cineastas como Luis Buñuel, pintores como Salvador Dalí y una serie de mujeres admirables... que por desgracia, y éste es un síntoma demoledor, han sido en su mayor parte ignoradas, reducidas al papel de acompañantes, borradas de los manuales. Claro, tras los liberales años veinte y treinta, que alentaron entre otras muchas cosas la promoción de la mujer a puestos de responsabilidad en todos los ámbitos, llegó la dictadura criminal surgida del levantamiento de 1936 y la sociedad terrible que pregonaba la Sección Femenina de Pilar Primo de Rivera y que se resume en la idea de que el sitio natural de la mujer estaba en casa y bajo el dominio de su marido. En consecuencia, todo lo que se parezca de algún modo a eso, sigue siendo un resto de totalitarismo en nuestra democracia. Compro la frase que dice que no se puede ser demócrata sin ser feminista.

A María Teresa León, una escritora muy interesante que escribió dos novelas, una de ellas, Juego limpio, magnífica, estupendas biografías noveladas de Bécquer, el Cid, doña Jimena Díaz de Vivar o Cervantes y, entre otras cosas, varios libros de relatos que están entre lo mejor de ese género que se ha escrito aquí, la han reducido a la categoría de mujer de Rafael Alberti. No existen, increíblemente, unas obras completas suyas y muchos de sus títulos ni siquiera se han publicado jamás en España, siguen exiliados en México o Argentina.

A Concha Méndez, una poeta estupenda, que tal vez no sea Lorca pero es digna de leerse, la han reducido a exmujer de Manuel Altolaguirre, poeta muy estimable y el impresor, junto a Emilio Prados, que lanzó la Generación del 27 con las publicaciones de su imprenta, la malagueña Dardo.

A Ernestina de Champourcin, otra poeta dignísima, se la ha reducido a mujer de Juan José Domenchina, escritor y secretario personal de Manuel Azaña.

A Josefina de la Torre, cuyos primeros poemas causaron sensación y prometían abrirle un hueco entre los mejores autores de los años veinte, se la borró del mapa, como quien dice, y aún así logró inventarse una segunda vida como actriz, llegó a ser la estrella del teatro María Guerrero y terminó interviniendo en algunas series de televisión, la última, Anillos para una dama.

A Luisa Carnés empezamos a conocerla ahora. Era autodidacta, escribía mientras se ganaba el sustento como telefonista, mecanógrafa o camarera, y tras su exilio en México, se le perdió la pista. La recuperación de sus memorias por parte de la editorial Renacimiento ha desvelado una personalidad digna de ser recordada. A ella, como a tantas otras, se le añadió el estigma de haber sido comunista, lo que en la España del asesino de El Pardo, una espada en una mano, un crucifijo en la otra y ambas cosas llenas de sangre, equivalía a ser demonizada.

Quienes no se mueven, no notan sus cadenas

Rosa Chacel, una novelista imprescindible, que venía de la escuela filosófica de la Revista de Occidente, acabó pidiendo subvenciones y amenazando con marcharse de España, donde tanto había luchado por volver, porque aquí no podía sobrevivir. Obtuvo el premio Cervantes y sus libros tienen una cierta presencia en nuestras librerías.

María Zambrano es la que más suerte ha tenido, al menos se la reconoce como una pensadora de primer orden y, en el terreno de lo anecdótico, que también cuenta, tiene una estación del AVE a su nombre, la de Málaga.

Podríamos haber hablado también de pintoras esenciales y casi desconocidas, como Maruja Mallo o Margarita Manso, o de políticas de izquierdas que fueron demonizadas por los golpistas y cuyos nombres no se podían ni pronunciar. Pero vamos a dejarlo aquí, porque como ejemplo, creo que vale. Esto viene de lejos y no puede seguir así. Y más ahora, porque todas las manifestaciones son respetables, pero algunas marcan un antes y un después. La que se hizo tras el asesinato de los abogados laboralistas de la calle Atocha, consolidó la Transición; la que se hizo tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, inició el fin del terrorismo de ETA; y salvando todas las distancias que se quiera, la que acaba de recorrer nuestras calles el último ocho de marzo, tiene que derribar ese muro que nos ofende a casi todas y a tantos, que no puede seguir estando ahí, que hay que derribar como sea.

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