Desde la casa roja

Hay otros mundos, pero están en este...

Kubrat está pintando. Le miro y veo cómo se lleva una mano a los lagrimales y aprieta. Le pregunto qué le pasa y me cuenta que su padre acaba de fallecer. Era marinero. Toda la vida en el barco, se jubila y tarda dos meses en morir. No es justo, y mira hacia arriba. No es justo, le digo. Llevaban diez años sin verse. Su hermano está en Italia y su madre en Rumanía. Trabajando. Kubrat no ha ido al funeral en Bulgaria. Nadie más ha podido ir. Pero en seguida se recompone y sigue con la brocha. Es ley de vida, me dice. Se ha ido con él una parte de mí. Aunque hiciera muchos años que no somos una familia. Disfruta de tus padres, concluye.

Betty pasa los domingos metida en la cama. Come y ve la televisión. No sale. No tiene con quién. Vive en una habitación alquilada en casa de otra familia ecuatoriana en Villaverde. Puede usar la cocina y el baño. Prefiere no estar en el salón, necesitan intimidad, me dice, tienen un bebé. El resto de la semana trabaja en seis casas. Solo en una está dada de alta. Sale a las seis y vuelve a las nueve de la noche. Sus tres hijos están en Guayaquil. Les manda lo que le queda. Y cinco nietos a los que no ha visto nacer. Está preocupada porque ha adelgazado diez kilos en el último año. Su hermano murió tiroteado en una calle de Los Ángeles hace unos meses y no se han esclarecido los motivos.

Cuando dijo que se iba a casar y que no podía seguir de interna, Majida se quedó sin trabajo. Pasó el último verano a los pies de la piscina, bajo el castaño de indias, vigilando a los chicos. No es que los haya visto hacerse adolescentes, es que los ha criado ella. El año pasado el ramadán cayó en junio. Y allí estaba a 40 grados, en los días más largos del año, sin beber y con su uniforme de pantalón y manga larga al borde del agua. Antes de que saliera el sol, se levantaba y se preparaba platos fríos. No debía hacer ruido. No puedo estar casada y ser interna, me cuenta. Propuse venir durante el día, los chicos son mayores y ya no me necesitan por las noches. A su lugar llegó Adela, de República Dominicana. Más joven.

Mónica vive de día en el pequeño comercio que tienen sus padres en una calle del centro de Madrid. Recorre sentada en una pequeña moto de plástico los pasillos abarrotados de todo tipo de alimentos. Va a la escuela del barrio. La tienda abre de lunes a domingo. Allí siempre hay algo cocinándose y una pequeña televisión encendida con películas chinas. Las luces se apagan llegando las doce de la noche. Mónica ya sale dormida. Su padre dice que están de paso. Trabajar, nada más. Y eso hacen, trabajar. Pero la niña tendrá estudios. Nosotros no. Nosotros queremos volver a China. Morir en China.

El cayuco que lo trajo de África arribó a la costa de Canarias. Tenía veintitrés años entonces. Su familia se quedó en Senegal. Intentó varias veces obtener un permiso de residencia en España. Padecía una cardiopatía congénita que probablemente desconocía. En una fotografía, se puede leer en su espalda: sobrevivir no es delito. Vendía bolsos y zapatillas de imitación en la calle. Pero no quería trabajar en eso. Los vecinos dicen que el hombre vivía con angustia y miedo a que le detuviesen. No quería correr delante de la policía. Un jueves, se desplomó en la calle del Oso, llegando a su casa. No pudieron reanimarle. Mmame murió en Lavapiés hace un mes.

  "... Hay otras vidas, pero están en ti".(Versos atribuidos a Paul Éluard)

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