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Cuando los magistrados no se ganan el respeto

Leí el pasado fin de semana que varias asociaciones judiciales expresaban su malestar por las críticas de muchos ciudadanos a la sentencia de un tribunal de Navarra sobre la agresión sexual a una joven protagonizada por la autodenominada Manada. Lo leí y pensé que tales asociaciones tienen tanto derecho a expresar su malestar como lo tenemos los ciudadanos a discrepar abiertamente de esa y tantas otras decisiones judiciales. No creo que, en una verdadera democracia, los jueces constituyan una casta por encima del común de los mortales.

El régimen surgido de la Transición ha machacado una serie de mantras presentados como verdades absolutas. El primero de ellos, por supuesto, es el del carácter inmejorable de la Constitución de 1978. Ninguna obra humana resulta inmejorable, y, sin embargo, proponer una reforma a fondo de ese texto, para hacerlo más libre, justo y social, es presentado aquí demagógicamente como un insulto a la obra de la Transición. No, señoras y señores, muchos de los que proponemos tal reforma pensamos que la Transición hizo lo que pudo, estuvo bien para las circunstancias en que se produjo, pero también tenemos presente que desde entonces ya han pasado cuarenta años. Cuatro décadas, además, en que la humanidad ha vivido enormes cambios.

Otros de esos mantras son tan absurdos como el de la santificación de la jornada de reflexión previa a la cita con las urnas, inexistente, por ejemplo, en Estados Unidos. O el de la identificación de una mayor proporcionalidad en el sistema electoral con caos y desgobierno, como si Israel no hubiera afrontado hasta guerras con una gran proporcionalidad. O el de que es más barato un monarca que un presidente de República, como si a Alemania le saliera muy caro Frank-Walter Steinmeier. O –y este es el que me impulsa ahora a escribir– el que se expresa en esa frase miles de veces repetida que proclama que las decisiones judiciales deben “acatarse” y “respetarse”.

En mi opinión, tal frase contiene una solemne obviedad y un inquietante sofisma. Es obvio que lo menos arriesgado es acatar las decisiones judiciales. Si no lo haces, sobre ti pueden caer multas, condenas adicionales y encarcelamiento, puede venírsete encima todo el colosal peso coercitivo del Estado, hoy de alcance internacional. Ahora bien, considero que el respeto es un asunto estrictamente privado, pertenece, como el amor o las creencias, a la esfera íntima de cada individuo. Nada ni nadie debería poder imponértelo. Tú debes ganarte con tu conducta el respeto de los demás y viceversa.

Yo, por ejemplo, creo y respeto a la víctima de La Manada, pero no le tengo el menor aprecio intelectual y moral a la decisión del tribunal de Navarra. La considero injusta, arcaica y machista, y pienso que sienta un peligroso precedente. El sentido común me indica que la intimidación que suponen cinco corpulentos individuos que van de cacería sexual y abordan de noche a una muchacha en un callejón, entra dentro de la categoría de violación, de lo que en inglés se denomina gang rape. Que la víctima deba enfrentarse físicamente a ellos y resultar herida para que el tribunal considere que ha sido violada, me parece un dislate.

¿Y qué respeto merece la posición del magistrado que deseaba absolver a La Manada? A mí la mera lectura de sus consideraciones me sugiere algo sucio, morboso, enfermizo. Quizá al escribir esto me esté metiendo en algunos de esos numerosos nuevos supuestos que amordazan la libertad de expresión en la España de la segunda década del siglo XXI. No lo sé, lo que sé es que muchos periodistas y escritores andamos muy preocupados con la posibilidad de que algún policía, fiscal o juez discípulo de Torquemada pueda ahora empapelarnos por desacato, resistencia a la autoridad, rebelión o hasta terrorismo por tan solo disentir en público de los mantras oficiales.

“No hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes”, escribió Montesquieu. Esta idea del pensador francés me viene con frecuencia a la cabeza al contemplar la actual deriva autoritaria del régimen del 78. “La ley es la ley”, se nos repite hasta la saciedad, sorteando el crucial concepto democrático de que las leyes pueden y deben cambiarse cuando son odiosas, anacrónicas o ineficaces. “Las decisiones judiciales deben ser respetadas”, se nos predica, obviando que los jueces tienen intereses e ideologías, cuando no perturbaciones del alma, y que muchos de los que ocupan los sillones más altos de la magistratura han sido promovidos por tal o cual partido político.

No, los jueces no son seres angelicales, intachables e infalibles. Ni monarcas absolutos elegidos por la gracia de alguna divinidad. Son funcionarios públicos pagados por todos los contribuyentes, y en consecuencia sujetos a crítica. Si no desean que nadie disienta de sus sentencias, no tienen más que dejar la toga y trabajar en una actividad privada y discreta como tantos millones de sus compatriotas. En una sociedad libre e igualitaria no puede haber castas. Todo el mundo debe ganarse a diario y con sus actos el respeto de los demás.

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