Desde la casa roja

A salvo de los monstruos

Estamos sentados en el suelo, sobre el asfalto, en una gasolinera de la autopista. Nuestro coche está dentro del túnel de lavado. Le digo a mi hijo, para entretenerle, que a los monstruos negros que dan vueltas les encanta comerse la basura de los cristales. Pero que no van a salir de ahí. El niño está intrigado, pero se me agarra fuerte. Estamos sentados ahí, entre otros coches, porque no quiero soltarle en medio del lugar, tampoco soy una inconsciente. Y porque ya es lo bastante grande como para sostenerlo de pie durante el lavado. Le abrazo y miro por encima de él, el sol cae más allá de la sierra del oeste y la carretera se va congestionando con la vuelta diaria del trabajo. Y no sé por qué, pero me atraviesa de pronto un recuerdo que llega con la idea en forma de pregunta de en cuántos lugares del mundo una madre y un hijo pequeño pueden sentarse así, como nosotros, tranquilamente, a la orilla de una carretera. Es la fragilidad de los pensamientos. Pero en qué lugares nuestro coche mediano dispararía una alerta, y nuestra vida mediana se pondría en cuestión. Y me llega una respuesta: estamos a salvo.

Y algo tan vital como no estar en peligro se convierte en costumbre. La maternidad dispara los miedos más racionales, el terror verdadero: que algo le pase, que algo nos pase a nosotros. La integridad física. Lo que no se quiere pensar ni nombrar. Y me pongo en la piel de mi madre con una hija yéndose a Veracruz a trabajar de reportera, el Estado más peligroso del país más peligroso para ejercer el periodismo (sin estar abiertamente en guerra). Y pienso en aquella ciudad que yo paseaba feliz de madrugada sometida durante un tiempo a toque de queda y los comentarios en los últimos años de mis amigos en las redes: “¿Fue una balacera o no lo que sonó en el centro esta mañana?”. Y la respuesta siendo casi siempre sí. O aquella niña que no llegaba a los cinco años y murió colateralmente (esa palabra para quitarte la vida y cuántas vidas ha quitado) en un centro comercial donde yo tomé café tantas veces porque fue aquella tarde y no otra con sus padres a hacer la compra de la semana y quiso la casualidad que el narco también entrara a ajustar sus cuentas.

Y así como no recontamos los días en los que no sucede nada, los amigos que no desaparecen, las noticias que sí leemos, el libro abierto en el autobús sin temor a que nadie nos juzgue, la algarabía de la puerta del colegio, la discusión política en el bar y a voz en grito, el regreso adormilados a casa en un taxi después de una noche larga, otros aprenden a vivir con la costumbre del ruido de la detonación de un arma.

O qué creemos. Que acaso es diferente el amor, la protección, el terror de una madre en otros lugares. O será acaso que a nosotros, que a veces escuchándonos, leyéndonos, damos la sensación de ser los primeros padres que ha tenido la humanidad, se nos olvida que debajo de toda la trivialidad, lo verdaderamente importante, lo único, es permanecer ilesos día tras día.

Cuántas noches no pudo dormir la madre de Azad desde que él regresó a Kobane para despedirse. Para decirle adiós y para decirle que esquivaría al ISIS, que cruzaría Turquía, que cruzaría los bosques de Hungría a pie. Que no pararía hasta entregarse a la policía alemana. Que no volvería a esa casa. Que ya nunca volvería a la universidad en Alepo. Que la primera bomba cayó veinte minutos después de acabar su primer examen. Que no quería entrar en el ejército. Que no quería matar. Ni morir. Que no se llevaría nada nada más que el dinero que su padre había ahorrado para pagar al guía. Cuántas hasta que Azad llamó desde un pueblecito de Baden-Würtemberg. Y dijo estoy bien. Dijo esto: estoy vivo. Y al otro lado de la línea, la madre de Azad viendo como el país se convierte en una ruina, en un escombro gris, carcasa de muerte, en un esqueleto de país. Y respirando porque Azad, uno de sus hijos, al menos uno de sus hijos, está a salvo. Lejos. Pero a salvo.

Hace unos días, alguien me dijo: los hijos se dirigen a un mundo que no pertenece a sus padres. Y a veces, yo siento que él también camina hacia un lugar que yo no reconozco: donde algunos monstruos antiguos sí quieren volver a asomarse. Un lugar donde no se deben decir ciertas cosas en público. Donde nos da miedo regresar a casa solos de madrugada. Ojalá mi hijo pueda sentarse al borde la carretera con quien quiera, aquí o en otros lugares. Ojalá todos sus monstruos sean esos, los que señalamos juntos una tarde de mayo; los que, en realidad, no lo son. Los que no salen aún del túnel. A todos los demás, tendrá que hacerles frente.

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