¡A la escucha!

Los otros Mamoudou

Si les diésemos la oportunidad, si lográramos mirarles más allá de su color, su procedencia, su acento, nos daríamos cuenta de que hay muchos Mamoudou deseando integrarse en nuestra sociedad, deseando ayudar. La mayoría no eligió venir: hubiesen preferido quedarse en su país, no tener que dejarlo todo y empezar aquí de cero. Pero la vida les trajo. Y les trajo a nuestro lado. Y quizás nos estamos perdiendo demasiados Mamoudou por no saber mirar.

A él la vida le ha dado una oportunidad: de estar buscando un albergue cada tarde para encontrar una cama donde dormir, a estar sentado en una de esas estancias llenas de terciopelo y lujosas alfombras en el mismísimo Palacio del Elíseo. El lunes el presidente de la República Francesa le recibió en audiencia privada. Mamoudou ni siquiera logró mirarle a los ojos. En las imágenes se le ve nervioso, no sabe qué hacer así que se dedica a relatar su historia en voz bajita, mirando al suelo y un tanto abrumado por la situación. Porque a Mamoudou la vida le cambió en exactamente esos 22 segundos: los que tardó en trepar por la fachada de un edificio con la vista puesta en un cuerpecito pequeño que colgaba de uno de los balcones. Se jugó la vida y reconoce que no lo pensó. Escuchó los gritos de la gente: él estaba buscando un bar en el que poder ver el partido de Champions cuando se percató de lo que pasaba. “No pensé en nada, simplemente crucé la calle y le salvé”. Admite que después, por la noche, cuando se fue a dormir (su compañero de albergue ha enseñado dónde duerme mucha veces Mamoudou, en el suelo, junto a las literas), empezó a temblar al asimilar y al entender lo que había pasado.

La historia de Mamoudou ha dado la vuelta mundo. Su pericia, su valentía le ha valido la nacionalidad francesa e incluso el cuerpo de bomberos de Francia le ha dicho que estarían encantados de poder acogerlo con los brazos abiertos porque sus valores, jugarse la vida por salvar a alguien, son los suyos. Mamoudou ha tenido suerte: los franceses le han mirado por fin a los ojos. Le han visto a él, al verdadero Mamoudou y no a un hombre más, sin rostro, que llegó a su país según Marine Le Pen para robarles el trabajo y cometer atentados. Porque a los migrantes en Francia desde hace mucho tiempo se les mira con recelo. Y no sólo en Francia.  Mamoudou llegó a París en septiembre y desde entonces se busca la vida como puede. Siempre con respeto. Siempre sin meterse en líos, hasta el sábado por la tarde.

Pero sí: Mamoudou ha tenido mucha suerte, porque hay muchos otros como él. Deseando que no les detengamos, que les demos una oportunidad o que al menos nos paremos a mirarlos. O a escucharles. Ellos también van mirando hacia arriba, buscando cómo ganarse la vida. Como Musa. Tiene 22 años y vive en Bilbao. También llegó desde Malí hace unos meses, como Mamoudou. Chapurrea lo que puede de castellano, con el euskera se atreve con un eskerrik asko y poco más. Está aprendiendo el oficio de soldador, para poder ganarse la vida. Pero a él pocos le miran a los ojos.  

Hace unos cuantos días la ciudad vivía la euforia del rugby. Allí se jugaban por primera vez dos finales europeas con 4 equipos ingleses. Cientos de aficionados llenaron la ciudad. Encontrar un hotel era imposible y las entradas estaban vendidas desde hacía meses. Musa estuvo por allí, viendo el ambiente y también mirando hacia arriba: mirando impactado un estadio, el nuevo San Mamés, sabiendo que le faltaban muchos días, muchas horas de aprendizaje y de trabajo para poder cruzar algún día esas puertas y verlo por dentro. Había oído que se jugaba la final europea de rugby, que iba ser un partidazo. Pero con estar ahí afuera a Musa ya le parecía una odisea. Llegar hasta Bilbao supuso el viaje más arriesgado de su vida: estuvo dos meses esperando para poder cruzar desde Marruecos y 22 horas en una patera hasta tocar la costa española.

Atrás quedaba Malí y atrás quedaba su familia... Cómo ocurrió no me corresponde contarlo a mí, pero el caso es que Musa acabó sentado en uno de los palcos de San Mamés, viendo el partido. En su vida se cruzó ese alguien que siempre convierte cualquier situación en especial, o al menos yo así lo vivo. Se sentó con gente a la que no conocía de nada pero que le acogieron como a uno más. Le explicaron las reglas básicas del rugby (Musa nunca había visto un partido), y compartió una cerveza en el descanso. Les contó su historia, lo que hacía en Bilbao y cómo había llegado hasta allí. A Musa no le dieron la nacionalidad ni le convirtieron en un héroe nacional. Hicieron algo mucho mejor: le trataron de igual a igual, le hablaron y le miraron a los ojos y eso no lo olvida. Hoy siguen cruzando mensajes con él. Preguntándole qué tal va. Y si había visto lo que había pasado con Mamoudou. “No, no tengo televisión, no he visto nada”. Y lo de leer los periódicos es demasiado, todavía no se defiende con el idioma. Pero todo llegará Musa. Todo llegará.

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