En Transición

¿De quién son los partidos?

La pregunta es todo un clásico, pero retorna con fuerza cada vez que los procesos internos de los partidos nos dejan alguna sorpresa, como el escuálido porcentaje de inscritos en el Partido Popular para elegir a su nuevo líder o lideresa, en lo que, por cierto, no son unas primarias, aunque las llamemos así.

Como todas las crisis, la que está atravesando el PP amenaza con ir dejando a la luz buena parte de los problemas que ya existían anteriormente. Ya se sabe, el nivel del agua desciende y deja al descubierto lo que la abundancia tapaba. En algunos casos nos hará ver que la realidad no era como se pensaba y en otros, sencillamente, confirmará sospechas previas.

Tan sólo el 7.6% de los afiliados al Partido Popular se han inscrito para poder votar el próximo día 5 de julio. Esto quiere decir que sólo 66.000 de los 870.000 que teóricamente nutrían el censo quieren formar parte de la elección, nada menos, del futuro presidente o presidenta. La cifra es todavía más escandalosa cuando se comprueba que hace un año, en los congresos regionales que elegían a sus líderes, se inscribieron el 8.6%, un punto más. Es decir, que hubo más participación para elegir a los presidentes regionales que al nacional. Un análisis detallado de las cifras da para comparaciones llamativas, como han señalado estos días numerosos medios de comunicación.

Puestos a buscar una explicación conviene considerar diferentes hipótesis. La más evidente, y a la que se dirigen todas las miradas, es a que los 870.000 afiliados nunca existieron: censos sin depurar, hinchados, o mezclando afiliados con simpatizantes –a pesar de que sus respectivas figuras están clarísimamente diferenciadas en los Estatutos– han puesto en evidencia una de las primeras grandes falsedades que esta crisis está desvelando.

Intentando ir más allá, se puede comprobar cómo la dirección del partido tampoco ha tenido excesivo interés en fomentar la participación. La elección de un sistema en diferido –o sea, en dos tiempos– con una primera votación por parte de los inscritos que eligen además compromisarios, y una segunda, la definitiva, en un congreso donde votan los compromisarios electos, no es exactamente un sistema de primarias que busque movilizar a los propios. Es cierto que es mucho más participativo y democrático que el dedazo por parte del presidente saliente,dedazo como se venía haciendo, pero que se saquen las urnas no quiere decir que se establezcan mecanismos de participación que ayuden a dinamizar la vida política y la democracia interna de los partidos. Además, el sistema de inscripción previa, la obligación de acudir a las sedes y tener que estar al corriente de cuotas –pese a la tarifa plana de 20 euros en el último momento–, o el hecho de que las votaciones se celebren en día laboral y en pleno mes de julio cuando media España está de vacaciones y la otra media pensando en ellas, no parece que sean gestos que busquen favorecer la movilización de la militancia. Más bien delatan el miedo de quien se ve obligado por las circunstancias a hacer las cosas de otra manera y ni está convencido ni sabe si podrá controlar el proceso.

Se nos olvida a menudo que las elecciones de líderes mediante consultas, con sistemas de primarias o similares, siguen generando suspicacias e inseguridades en la gran mayoría de los aparatos de los partidos. Tampoco son la varita mágica que pueda acabar con los problemas de democracia interna de las formaciones políticas. Existe una cultura de fondo que condiciona enormemente estos procesos. No basta con decir que los afiliados pueden votar. La democracia es otra cosa.

De entre todas las funciones que tienen los partidos políticos en las democracias liberales, una de las principales por su trascendencia es la de la selección de los líderes. En su seno es donde se decide quién optará después a las distintas convocatorias electorales, es decir, entre quiénes deberemos decidir nuestro voto. Por eso es especialmente importante que los procesos de elección de los órganos de los partidos y los de las listas electorales –distintos, pero con elementos en común– sean lo más democráticos y transparentes posibles. Sin embargo, nos encontramos con paradojas como la del Partido Popular, donde tan sólo 66.000 personas –si votan todas– participarán en la elección del presidente o presidenta de un partido que pretende volver a gobernar el país, y además, 3.134 compromisarios serán los que tomen la decisión final, pudiendo, por cierto, optar por una candidatura diferente a la más votada en la primera fase abierta a los inscritos.

No olvidemos a los bebés robados

Si miramos a otros partidos, las cifras tampoco invitan al optimismo. A excepción hecha del PSOE en las últimas primarias, donde, en un proceso de convulsión interna, votaron 150.000 afiliados que representaban al 80% de los militantes, el resto de consultas internas no han generado la movilización deseable. En el caso de Ciudadanos, sus últimas primarias, a las que se presentó Albert Rivera, contaron con apenas 7.000 votos, un 35% del censo, porcentaje similar al que supusieron los 155.000 electores que eligieron al Consejo Ciudadano de Podemos en Vistalegre II. Nada parecido a los 2.600.000 electores en primera vuelta y 2.800.000 en segunda que participaron en las primarias del Partido Socialista Francés que acabaron dando la presidencia a Hollande y cuyo elemento de movilización en una primarias –esas sí– abiertas a la participación de cualquier simpatizante, jugaron un papel fundamental en la victoria del PSF. Es cierto que en el caso de los españoles las cifras se refieren a procesos internos de elección de los órganos de dirección y en el francés hablamos de designar candidato al Elíseo, pero la diferencia es tan abismal como reveladora.

La importante función que tienen las formaciones políticas a la hora de seleccionar a los que elegiremos para que nos representen obliga a plantearse de quién son los partidos, que es tanto como decir quiénes toman decisiones cuyas consecuencias nos afectan a todos. Hoy nadie duda que los partidos son de sus aparatos. Pero la aplicación de la lógica democrática, junto a los principios de participación, obligaría a que fuesen del conjunto de la ciudadanía, lo que habría de suponer una nueva dinámica de implicación en los procesos de consultas más allá de los muros de las respectivas sedes, favorecida por mecanismos que faciliten la participación, y de los que existen ya numerosos ejemplos en otras latitudes.

Se suele decir que los partidos políticos son entes privados de servicio público, algo que –más allá de los aspectos jurídicos– debería llevarnos a un replanteamiento para hacer realidad, desde paradigmas democráticos, esa vocación.

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