Qué ven mis ojos
Pedro Sánchez bailando en un campo minado
“Las buenas noticias son como las gallinas: tienen alas pero no vuelan”.
La política se alimenta de titulares, y más ahora, en esta época digital en que la información está por todas partes y a todas horas pasa algo en cualquier lugar, sea lo que sea, y las pantallas de cinco mil millones de teléfonos móviles se iluminan para dar la noticia en eso que, de forma extraña, se llama tiempo real, como si hubiese otro ficticio, supuesto o imposible de medir.
La Tierra parece más redonda que nunca, la realidad se mueve en círculos y tanto lo que sucede como lo que dicen que pasa, el hecho, la anécdota o el rumor, corren igual que la pólvora, hasta el punto de que a menudo dejan atrás la verdad. No puede ser de otra manera, cuando casi todo el mundo tiene un celular y mucha gente tiene dos: las últimas cifras hechas públicas dicen que se han vendido 7.800 millones de tarjetas sim y que hay 7.600 millones de habitantes en el planeta, es decir, doscientos menos.
Con todos los matices que se quiera o inconvenientes que se le puedan ver, lo cierto es que nunca antes ha habido una opinión más democrática, ni tampoco ha sido más difícil ponerle puertas al campo. El silencio ya no puede imponerse con una valla electrificada o un alambre de espinos; los censores no tienen cartas que tachar con sus lápices rojos y, en cualquier caso, las mordazas están llenas de agujeros.
En España, el acontecimiento más sonado ha sido, lógicamente, la caída del Partido Popular y el modo en que se ha partido en dos con el golpe, hasta convertirse en una gaviota bicéfala cuyas dos cabezas, eso sí, miran hacia el mismo lado, la derecha de hoy y de siempre. Los candidatos a almirante de ese Titanic seguían bailando mientras la nave se hundía en el cieno que ellos mismos echaron al agua para enturbiarla y hacer invisibles sus negocios sucios, han escapado a nado de la catástrofe, sálvese quien pueda, y ahora les toca llegar a la playa y, sobre todo, poner los pies en el suelo.
Les costará, porque están acostumbrados a andarse por las ramas y porque a los ciudadanos, entre ellos a muchos de sus votantes, se les ha caído la venda de los ojos. Las últimas encuestas los sitúan en tercera posición, es decir, que a efectos prácticos van penúltimos, lo que significa que han sido superados por propios y ajenos, por la izquierda y por la derecha.
La otra cara de la moneda es el PSOE, donde los vientos son favorables. La llegada al poder del presidente Pedro Sánchez ha supuesto lo que en ese territorio no se llama un cambio, porque esa palabra se queda corta, sino un vuelco; pero lo sobresaliente es que su llegada a La Moncloa no se ha limitado a una cuestión de terminología, sino que su nuevo inquilino ha empezado a gobernar desde que pisó el edificio, con iniciativas que podrán ser más o menos criticadas, que en ciertos casos saldrán adelante y en otros será difícil que lo hagan, pero que delatan ganas de marcar las diferencias, son un intento contrarreloj de que ese vuelco al que nos referíamos sirva para poner al país cabeza arriba; y que, sin duda, muestran capacidad de iniciativa y deseos de transformación.
No es raro, porque hay mucho que dejar atrás, y cuanto más deprisa se corra, antes nos alejaremos del campo minado que han dejado a su paso y en su huída M. Rajoy y los suyos. Bailar en ese terreno es peligroso, pero es apasionante y, no hace falta ni decirlo, en los grandes retos es donde se da la medida de lo que se es: una persona es del tamaño de los obstáculos que consigue saltar.
Las buenas noticias son como las gallinas, tienen alas pero no vuelan. Al menos no a la velocidad de las malas, que tienen mejor Prensa y más aceptación popular, como la tragedia en el teatro, el desamor en los boleros o el patetismo de toda clase en la telebasura.
Para empezar, la corrupción ha empezado a recibir su castigo, los que sostenían que las balanzas de nuestra Justicia estaban trucadas se lo están pensando dos veces y, por encima de todo, la palabra impunidad comienza a diluirse en su propia tinta. Entre todos, los nuevos partidos y los que se renuevan, han cambiado la altura del listón. Ahora ya sólo hace falta que nadie lo pase a gatas y por debajo, o a través de una puerta giratoria, sea cual sea al color de la bandera que lleve en la mano.