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Desde la casa roja

Un dragón en el garaje

Tengo una familiar que contrajo la polio con dos años. Miro su fotografía sentada en un triciclo con el aparatoso hierro en la pierna. La veo en las colonias junto al mar en otra imagen de los años sesenta, con sombrero de paja y el pie pequeño que alcanza apenas a tocar la arena. En otra, tiene veinte y sonríe tumbada en la cama después de su décimoquinta operación. Recuerdo perfectamente sus cicatrices, como cremalleras pálidas, recorriendo la pantorrilla, el muslo. Me parece ver aún a su padre fabricando las alzas de corcho para sus zapatos. Recuerdo sus embarazos y la niñez de sus hijos: mamá no os puede coger en brazos. Y la escucho ahora, con sesenta años, sin quejarse demasiado para no ser ni ella misma la que se ponga el límite, pero padeciendo dolores agudos que arrancan del tobillo y suben hasta la cadera, resbalando al suelo de vez en cuando, enfrentando que los años y el síndrome postpolio no le van a hacer fácil el futuro. Me pregunto ahora por la decisión que habrían tomado su madre y su padre si hubieran tenido la posibilidad de ponerle la vacuna, ese pinchazo que llegó pocos años después a liberarnos de padecer su enfermedad, y sé la respuesta: jamás habrían dudado en hacerlo.

Conozco a una pareja que no ha vacunado a su hijo. Cada vez que al niño le sube la fiebre o aparece algún tipo de erupción en su piel, corren al servicio de urgencias del hospital para descartar enfermedades graves contra las que el crío no está inmunizado. Las urgencias no son un buen lugar para un bebé. Me atrevo a decir que para ningún padre es fácil el trámite de llevar a tu hijo de dos meses a ponerse la primera tanda de vacunas. Nadie quiere que le claven una aguja al niño con cierta dosis de microorganismos que buscan la respuesta controlada del sistema inmunológico. Y tampoco creo que los padres que deciden no hacerlo sean unos completos inconscientes. Ellos también están buscando lo mejor para sus hijos. Pero parece que se han adherido a un movimiento descontrolado en su vertido de información que les está poniendo en peligro, pero no solo a ellos, sino a todos. Rechazar el avance sanitario, el escudo que suponen las vacunas como refuerzo para prevenir y protegernos de enfermedades como la difteria, sarampión, tétanos, polio y otras es una decisión que me resulta de primerísimo y desubicado primer mundo, insolidaria e irresponsable.

Esta semana nos han llegado varias noticias que delatan las consecuencias de este creciente desapego de la ciencia y sus resultados. Un alejamiento de una de las pocas cosas que van garantizando nuestra seguridad, aunque aún no puedan detener algunos desenlaces ni controlar ciertos padecimientos. Una suerte de traslado de la confianza en la evidencia y el empirismo hasta la fe, la suposición y las hipótesis no comprobadas o ni siquiera en vías de convertirse en teorías: muere una mujer por cáncer de mama después de seguir una terapia alternativa, la Generalitat de Catalunya aprueba el consumo de leche cruda, fallece una nadadora por sarampión en Francia, una epidemia (casos elevados al 400%) de esta misma enfermedad provoca que los pediatras españoles recomienden vacunar de sarampión a bebés menores de un año si viajan a Francia, Alemania, Reino Unido o Rumanía.

¿Apropiación o apreciación cultural?

Escribió Saramago en Ensayo sobre la ceguera: “tener la certeza de que la vida existe, porque cuatro sentidos lo dicen, y no poder verla”. No tengo la cabeza cerrada como para no advertir que hay lugares donde las ciencias no han llegado aún ni para reconocer que hay terapias y caminos que pueden ayudar o facilitar la sanación física o psicológica. Tampoco para obviar el beneficio que obtienen las farmacéuticas cuando se encargan a precios no aptos para todas las familias las contadas dosis de la vacuna voluntaria de la meningitis. Pero me pregunto qué desesperada búsqueda hemos emprendido como sociedad para pagar conscientemente, porque el beneficio y el lucro suelen estar detrás de todo esto, por lo que sabemos que es un placebo físico o mental. ¿Por qué miles de personas dicen sí al humo y no a la vacuna? ¿Sí al traficante de conocimiento y no al científico? ¿Qué necesitamos creer? ¿Qué queremos escuchar? Estamos desentendiéndonos de más de 2.500 años de avance de la medicina occidental para pagar por asistir a talleres, escuchar teorías y prácticas sin fundamento y sin garantía; para recibir opiniones defendidas desde cada vez más potentes altavoces que se suman al ruido y al caos en cuestiones serias como la salud.

El astrónomo Carl Sagan escribe una analogía en su libro El mundo y sus demonios titulada “El dragón en el garaje”. En ella narra en forma diálogo la conversación entre alguien que dice tener un dragón invisible en el garaje y alguien que quiere verlo. El segundo le da todo tipo de ideas al primero para que consiga demostrarle su existencia: pintarlo con spray, echar harina en el suelo para ver sus huellas, utilizar infrarrojos para detectar el fuego invisible. Y el primero le devuelve todo tipo de excusas. ¿Cuál es la diferencia entre un dragón invisible, incorpóreo y flotante que escupe fuego que no quema y un dragón que no existe? Pues si no hay forma de refutar la afirmación, si no hay experimento concebible válido, el dragón seguirá formando parte de la leyenda.

Quédense en el mundo de la estadística y la prueba, al menos en lo que a salud concierne. Dejemos la mística para la poesía. Recordemos que la naturaleza también sabe crear ciertos venenos para el hombre que nada tienen de químico. No nos pongan en peligro. Yo, como los padres de aquella niña con polio, tampoco lo dudaría. Y agradezco a la medicina que, muchos días, aleje el dolor de mí.

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