Telepolítica

Vicente Verdú, un periodista muy especial

Tuve la fortuna de que mi vida se cruzara con la de Vicente Verdú cuando iniciaba mi carrera profesional, con mis veinte años recién cumplidos. Él coordinaba la prestigiosa Revista de Occidente, el referente de las publicaciones culturales y de pensamiento a finales de los 70. Tuve la oportunidad de contar con su participación en diferentes reportajes radiofónicos dentro de las emisiones educativas de RNE que realizábamos un grupo de jóvenes periodistas. Tenía una posición peculiar dentro del periodismo de la época. Su original punto de vista iba siempre más allá de la reacción inmediata ante todo lo que ocurría en aquellos años de vértigo y convulsión. Vicente acostumbraba a mantener la serenidad, pararse y observar el entorno que envolvía todo lo que pasaba y a intentar explicar que el mundo no cambiaba por efecto de lo que ocurría, sino que era exactamente al revés. Lo que ocurría a nuestro alrededor era la consecuencia de un mundo que vivía profundos procesos de cambio. Con el paso del tiempo, trabamos una relación maestro/pupilo que asumí con gran satisfacción y agradecimiento teniendo en cuenta la enorme desproporción en el intercambio.

Verdú me animó a la lectura de textos del pensamiento crítico que podían ayudarme a poder abordar mi futuro profesional con la cabeza mínimamente amueblada. Me descubrió La responsabilidad de los intelectuales de Chomsky que se convirtió en mi libro de referencia. Decidí lo que quería hacer con mi vida. Decidí que quería a través de mi profesión intentar ayudar a cambiar el mundo. Decidí que iba a colaborar a mejorar la sociedad que nos tocaba vivir desde la formación, desde la reflexión, desde la cultura, desde la comunicación. Decidí que de mayor quería ser Vicente Verdú.

Fue un periodista poco convencional para la época. Era un hombre ecléctico. Siempre parecía abierto a entender las diferentes posturas para desvelar el origen real de cada problema. Era moderado en su pensamiento al igual que en sus formas. Me llamaba la atención lo mal que se enfadaba. Parecía un mal actor. Cuando algo le indignaba, respiraba profundamente y lanzaba su diatriba correspondiente con sordina. Gritaba en voz baja. Me divertía verle molesto. Casi siempre se quejaba de lo mismo, de que este país no entendiera que el salto de la transición debía ir mucho más allá del evidente cambio del modelo político. Que España necesitaba entrar urgentemente en la modernidad. Gracias a él entendí que la izquierda de la época no podía basarse en postulados tan anticuados como aquellos que ya se habían derribado por fin.

Verdú era una rara avis. Era un hombre de izquierdas al que le gustaba el fútbol, le interesaba el urbanismo, adoraba escrutar los establecimientos comerciales, disfrutaba con las tendencias y las modas y le fascinaba Estados Unidos como cuna de la civilización reinante. Todo lo dicho eran auténticos anatemas dentro de la apolillada visión de la izquierda que protagonizaba la transición española.

A principios de los 80 entró a trabajar en el diario El País como jefe de colaboraciones. En esos años, yo colaboraba asiduamente como ayudante del gran José Ramón Pérez-Ornia, el hombre que inventó en España el periodismo sobre radio y televisión. Así que seguí en contacto cotidiano con Vicente Verdú y más cuando fui contratado tiempo después como Jefe de Programas de Radio El País. Iba a verle de vez en cuando a su despacho a escuchar sus reflexiones que siempre me resultaban inspiradoras. Jugábamos de vez en cuando al tenis. Yo era un jugador muy flojo, pero un deporte de precisión y concentración era lo peor a lo que podía enfrentarse Verdú. Se distraía con cualquier cosa, el clima, los jugadores de la pista de al lado o las características de la raqueta que desconocía por completo. En una ocasión, en la que estuvo realmente desafortunado, insistía en que le había ganado por el color azul eléctrico de mi equipación, que afirmaba que me aportaba un molesto aire de ganador cada vez que subía a la red y le incitaba a renunciar a la disputa del punto. Vicente no fue un gran guerrero. Muchas de las batallas profesionales a las que se enfrentó las perdía por falta de interés en el combate físico. Le aburría. Le parecía miserable. Y se indignaba en voz baja.

Decidió marcharse a Estados Unidos gracias a una beca Neiman. La experiencia vital en la Universidad de Harvard, en Boston, le permitió contar con una sólida visión del futuro del periodismo de la época muy alejada del pobre debate profesional que padecíamos en España.

A su vuelta, a finales de los 80, llegó a ser nombrado Redactor Jefe de la sección de cultura de El País. En ese tiempo, yo había sucedido a Pérez-Ornia como responsable de la página de radio y televisión del periódico. Verdú luchó por revolucionar la sección menos abierta a cambios del periódico. El diario vivía su época de mayor esplendor. La redacción contaba con un sólido equipo de grandiosos periodistas en áreas de gran trascendencia e influencia como política, internacional o economía. En la sección de cultura, el poderío de El País era casi imperial entre los sectores progresistas que dominaban la cultura oficial. Era difícil crecer en relevancia. El problema era que desde semejante atalaya era imposible atisbar la ola de modernidad que estaba naciendo en nuestro país en multitud de sectores. Aunque contaba con magníficos redactores que sabían lo que pasaba, el diario estaba demasiado concentrado en quehaceres supuestamente más trascendentes.

En una ocasión, Verdú consiguió una victoria épica. Por una vez, decidió imponer su autoridad más allá de la aprobación de los menos abiertos a la evolución. Una tarde, a última hora, el periódico paró su salida porque consiguió convencer a la dirección de que la sección de cultura debía abrirse con la inauguración de la Pasarela Cibeles. Defendía que la moda era una manifestación cultural de primer orden y que un periódico como El País debía dar el paso de reconocerlo. La polémica entre los defensores de la modernidad y los clasicistas fue atómica. Al día siguiente, el diario salió a la calle haciendo historia en el periodismo cultural español. Hubo quien nunca lo entendió. Años después, con cierta amargura y frustración, acabaría por abandonar el ejercicio del periodismo. Dedicó sus últimos años a su gran pasión, la pintura, aunque siguió colaborando como asiduo columnista.

La muerte de Vicente Verdú en pleno mes de agosto es una muestra más de su discreción y elegancia. Se ha ido sin hacer ruido, en voz baja. Me gustaría que un merecido homenaje a su memoria sirviera para reivindicar el valor que siempre representó en el periodismo español: una decidida apuesta por la innovación, la modernidad y la reflexión. Me considero uno de sus alumnos militantes más orgullosos. Me ayudó a modelar mi propia personalidad y a entender su peculiar manera de ver el mundo en general y el periodismo en particular.

Solo me queda la pequeña satisfacción de recordar nuestra última comida hace poco más de un año. Quedé con él para decirle personalmente lo que le debía en la vida, la tremenda influencia que había tenido en mi manera de ser y en mi forma de entender el papel de los medios de comunicación en la sociedad. Le conté que había aprendido con los años lo difícil que es a veces entre los hombres verbalizar nuestros sentimientos de amistad y de gratitud y que no quería que eso me pasara con él. Quería que supiera la profunda admiración que le profesaba, el enorme cariño que le tenía y la impagable deuda que siempre iba a mantener con él. Le gustaba mucho conversar. Sonreía cuando le manifestaba mi sincera declaración de amor incondicional y al final sentenció: ¡Qué cosas dices!

Hubo un tiempo en el que en el diario El País algunos de sus escasos pero rocosos enemigos me consideraban despectivamente “uno de los de Verdú”. Jamás me hizo nadie un halago mayor.

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