¡A la escucha!

La bolsa de golosinas

He llegado del verano con una libreta llena de ideas para próximos artículos. Es el síndrome del columnista: andar todo el día agobiado buscando temas originales sobre los que escribir y que se alejen un poco de la matraca de siempre, de la política y los debates que se repiten una y otra vez. Comentaba con Jesús Maraña que esto de comprometerte con una columna semanal te hace abrir los ojos aún más y estar atenta a lo que ves y escuchas a tu alrededor para poder asomarme a esta tribuna con algo interesante para ustedes cada jueves. Y esa libreta en blanco se ha ido llenando, doy fe. Y prometo ir contando aquí datos e historias curiosas que he ido recopilando pero hay una, a la que apenas prestamos atención y que este verano me ha hecho abrir los ojos. Sin duda la más importante de todas: la vida.

Sí, la vida. Vivir. Estar. Sentir. Pasamos los días penando, lamentándonos de lo que tenemos y añorando lo que quizás nunca llegará. Estamos enfadados por lo que nos ocurre y culpamos a todo en general por lo que no nos ocurre. Consumimos días como si fuera una caja de kleenex y quizás deberíamos comernos la vida como si fuera una bolsa de golosinas. Saboreando cada momento. Disfrutando de pequeños gestos, de miradas y sonrisas, de silencios o conversaciones absolutamente intrascendentales. Confieso que lo que más me gusta son esos desayunos eternos, en los que lo importante no es lo que estamos comiendo sino lo que nos estamos contando, lo que hemos soñado, lo que nos apetece ver, lo que nos hizo reír la última vez. Sí, en mi vida los desayunos son los nuevos sábados por la noche desde hace ya mucho tiempo. Sobre todo desde que llegaron mis hijos.

A estas alturas están pensando que las vacaciones me han sentado fatal y que he vuelto un tanto profunda, demasiado, pero es que este verano ha tocado despedir de forma abrupta a demasiada gente que estaba en lo mejor de su vida y a la que le quedaba todavía muchos desayunos que saborear con su familia. Gente que fueron parte de mi vida durante unos años y que la vida, esa vida que consumimos deprisa y corriendo y sin saborear, me hizo perderme más momentos y más conversaciones con ellos. Periodistas los tres, hombres los tres y sin haber cumplido ninguno de ellos los 55. Gente que me enseñó esta profesión y me animó a amarla, incluso cuando el periodismo te enseñaba su cara más fea, más amarga. Gente que me animó ya en mi última etapa, con la que compartía sueños vía mensajes rápidos por WhatsApp. Y gente a la que apenas ya veía pero que seguía en contacto con mi entorno. Pedro Roncal, Manuel Erice y José Luis Fernández. Tres hombres que vivieron esta profesión con pasión, que pasaron muchas madrugadas sin dormir, con demasiados cafés encima y demasiados cigarros algunos, cubriendo noticias de esas que luego llamamos históricas. Su muerte ha pillado a todos a contrapié, también a mí.

Gente con la que tenía pendiente una comida, vernos y contarnos cómo le iba por ejemplo a Manuel en su aventura en Washington, cómo iba con su libro, ése que quedamos en comentar cuando viniera a Madrid a la presentación. Con él crucé impresiones durante las elecciones americanas, sobre las convenciones del partido republicano y demócrata, la espectacularidad de su puesta en escena, de cómo manejaban la política como si fuera un espectáculo. Le confesé que estaba viviendo mi sueño: ser corresponsal en Washington y me contestó que la vida profesional es muy larga y que ese sueño era todavía alcanzable. Hablamos de su hijo, también periodista, de su próximo libro. Pero no de su enfermedad. Y su muerte me pilló sin saber nada. Sin tiempo para decirle gracias y adiós.

A Pedro Roncal le vi hace unos meses. Coincidimos en unos premios y recuerdo su comentario: “Pero Resano, ¿a ti cuántos premios te dan?”. Le dije que el mérito era en parte suyo: había sido mi profesor en la universidad y mi jefe años más tarde en el 24 horas. Así que algo tendría él que ver en todo eso, le dije. Me llamaba Resano siempre. Nunca por mi nombre. Fue exigente, muy exigente y muy crítico. Te pedía mejorar cada día: “Lo puedes hacer mejor. No quiero que nadie me vuelva a hablar de tus ojos. Haz lo posible para que el espectador se olvide de ellos”. Sí, era exigente pero siempre supo estar cerca cuando le necesitabas. Su mejor etapa era sin duda la que estaba viviendo ahora: enseñaba en el Instituto de Radio Televisión Española. Formar a futuros periodistas, conseguir desde las aulas dignificar la profesión. Nunca le gustaron los despachos. A Pedro le quedaban muchos años por delante, muchas tardes de café y cigarro aportando ideas y dando consejos a quienes andaban perdidos en este mundo de tantos codazos y zancadillas. Pero la vida, ésa que los que todavía seguimos aquí desperdiciamos enfadándonos y agobiándonos por tonterías, a él se le fue sin avisar.

A José Luis Fernández hacía mucho más tiempo que no le veía. Estaba ahí porque seguía trabajando con mi marido, con el que estudió en Andoaín. Fue el jefe de producción en mi etapa de Telecinco. Un hombre enorme, vasco contundente, serio y bonachón a partes iguales. De los que andaba siempre peleando buscando proyectos. Como andan muchos en esta profesión.

Vivimos tan absolutamente absortos en el día a día, en los pequeños problemas que nos hacen perder el sueño, la ilusión, que cuando toca decir adiós así, de una forma tan abrupta, tan dolorosa, te das cuenta de que hay que parar y mirar lo que tenemos. Pararnos y disfrutar de que hoy estamos aquí, leyéndonos. De esa canción que ha sonado de pasada en la radio. Del café que hemos compartido por la mañana con el compañero de trabajo. Del último chapuzón en la piscina. De poder haber salido a hacer deporte al aire libre. De estar. De vivir. Sí, luego hablaremos mucho de política, elecciones, Cataluña, pensiones, ralentización de la economía, rotación del empleo, de la subida de la luz. De todo eso que nos quita el sueño, de la vuelta al cole, de lo que cuestan los uniformes nuevos, de cuadrar horarios con los peques para las extra escolares. Pero amigo. Sonría. Porque la vida, se lo dicen Manuel, Pedro y José Luis, son dos días. Así que no podemos permitirnos pasar día y medio agobiados, tristes o enfadados. Viva. No se olvide de vivir.

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