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Qué ven mis ojos

Cómo transformar en cien días un baile de máscaras en un cara a cara

“Para saber si alguien es un cínico, no le oigas, sólo míralo y descuéntale lo que hace a lo que dice”.

En España siempre estamos dispuestos a creer que el remedio puede ser peor que la enfermedad, y ese es el motivo de que por mal que lo haga quien gobierna, siempre haya alguien que diga, con aire de adivino: vendrá otro y lo hará bueno. Esta vez, el PSOE ha llegado a La Moncloa, por un atajo y en un abrir y cerrar de ojos, porque la mayoría de los grupos parlamentarios creían que el país se merecía algo mejor que el PP de la Gürtel, de las tramas Púnica, Lezo o Taula, de los Bárcenas, los González o los Fabra; de los sueldos en B, la evasión de capitales, el dinero negro y el blanqueado; de los Rato, Rita, Mato, Matas cuyos nombres oímos como si fueran una ráfaga de la metralleta de la corrupción... En Ferraz han entendido muy bien que se trata de hacer justo lo contrario, de no parecerse en nada a sus predecesores, porque en esta ocasión la idea recurrente de que todos son iguales, los pondría a ras de los ladrones, al nivel de los que vacían las cajas fuertes mientras ondean la bandera.

En sus cien días al mando, los socialistas han usado una buena estrategia, que es plantear desde el principio sus iniciativas como si fueran a salir adelante. Saben que no será así en muchos casos, porque los números no les dan en el Congreso, ni aún menos en el Senado, pero lo bueno de poner las cartas sobre la mesa es que obligas al adversario a enseñar también las suyas, y en este deporte de la política se trata de dejar la pelota en el tejado del rival, de obligarle a que se quite la careta: hay que convertir el baile de máscaras en un cara a cara. La derecha hoy bicéfala, por ejemplo, ha quedado retratada para la historia con su abstención en el asunto del Valle de los Caídos y la tumba del Funeralísimo, un silencio que vale más que mil palabras y una tachadura de categoría en su expediente de demócratas. Y el PSOE se ha estrellado en el asunto de las bombas vendidas a Arabia Saudí para que siga asesinando civiles en Yemen. Cuando hablamos de vidas humanas, no se puede poner una vela a Dios y otra al diablo, ni hacer negocios con armas mientras prometes quitar concertinas, entre otras cosas porque mucha gente viene aquí, precisamente, huyendo de las guerras; y aún menos es admisible sostener, como hizo el presidente en su entrevista con Ana Pastor en La Sexta, que su responsabilidad en este caso acaba donde terminan nuestras fronteras, porque esa explicación también serviría para darle fusiles y granadas de mano a Al Qaeda o a los cárteles del narcotráfico. La cuestión es quién las fabrica y quién las vende, no dónde se disparen.

En su discurso de este lunes en Madrid, el presidente del Gobierno hizo un anuncio que, de poderse llevar a buen puerto, cosa difícil en estas aguas revueltas llenas de piratas, corsarios con patente de corso y bucaneros, sería otro tanto a su favor: la reforma urgente de la Constitución para eliminar o reducir el agravio comparativo que suponen los aforamientos, esa figura legal que hace a los cargos públicos desiguales ante la ley y a nuestro país una excepción entre los de su entorno: en Estados Unidos, Alemania o el Reino Unido, no hay ningún aforado; en Italia y Portugal, uno, quien presida la República; en Francia, sólo los miembros del Gobierno; y aquí, más de diez mil. Hay quien habla de 250.000, pero eso es incluyendo a las fuerzas del orden, cuyo régimen no es el mismo, ni su nivel de protección tan elevado, ni tienen que ser juzgados por el Tribunal Supremo, sino por las Audiencias Provinciales. Estaría bien saber si la iniciativa de Pedro Sánchez incluye a la familia real, ya que el artículo 56 dice que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”, y que “sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64”, según el cual “los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes” y de ellos “serán responsables las personas que los refrenden”. Es curioso que suene a los hermanos Marx y sin embargo no tenga gracia.

Por lo demás, Pedro Sánchez ha salido bien librado del fuego enemigo y amigo que caía sobre su tesis doctoral, las acusaciones que se lanzaron contra él parecen, como mínimo, desproporcionadas, y el rifirrafe ha servido para que a otros se les vean los andamios, porque ya se sabe que predicar es más fácil que dar ejemplo y que lo que separa una cosa de la otra es lo que distingue a las personas honradas de las cínicas, pero a veces los hipócritas llegan a unos límites insospechados. El nuevo líder del PP, sin ir más lejos, tiene más que callar que nadie, dado que una parte de sus supuestos estudios sigue, a día de hoy, siendo invisible. Y su número dos, otro tanto de lo mismo: que el Secretario General de la formación pusiera el grito en el cielo porque el presidente del Gobierno no mostraba su tesis, mientras él mismo la mantenía oculta e inaccesible, con el argumento de que contiene ideas tan brillantes que podrían ser robadas y patentadas por terceras personas, no nos sonroja porque hace tiempo que perdimos la vergüenza ajena, pero sólo por eso.

Estos cien días son una maqueta, el indicio de lo que podría ocurrir si el PSOE de Pedro Sánchez ganara las próximas elecciones, sean cuando sean. Por ahora, las encuestas están de su lado. Las cuentas, menos. Pero lo que haga en este tiempo servirá de guía a los próximos votantes, que valorarán lo que se haga, lo que se intente o lo que se abandone por el camino. Todo tiene su valor y todo tiene su precio.

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