¡A la escucha!

Réquiem por los pueblos

Quien tiene un pueblo tiene un tesoro. Es lo que suelen decir. Hay experiencias, olores, sonidos, que sólo se pueden vivir en un pueblo pequeño. Y ellos nos están pidiendo a gritos que los rescatemos de nuestra memoria y que los salvemos del olvido. Porque los pueblos se están quedando vacíos.

Desde hace unos meses las campanas de muchos pueblos de España tocan a diario a muerto. Tocan por ellos, por lo que son o por lo que fueron un día. El tañido de sus campanas quieren que cruce valles y ríos, carreteras y autopistas y que llegue a los oídos de quienes vivimos en las grandes ciudades. Tocan a muerto porque literalmente están muriendo. Y con ellos una forma de vida. Una forma de crecer: muchos hemos aprendido a andar solos en los pueblos. A coger nuestras bicicletas y a descubrir el mundo en los caminos de esos pueblos.

En las plazas de los pueblos hemos dado nuestros primeros pasos de baile y en los pueblos hemos vivido nuestras primeras noches de estrellas fugaces. No necesitábamos mucho más: el pan llegaba cada día en una furgoneta que hacía sonar su cláxon para avisar que ya estaba allí y que si no te dabas prisa, ese día no habría pan. Y una vez por semana llegaba otra furgoneta más grande vendiendo productos frescos. Los veranos de mi infancia y mi adolescencia tuve la suerte de vivirlos en un pueblo muy pequeño, que apenas tenía 13 habitantes. 13 vecinos que llevaban allí toda la vida y que veían cómo en verano llegábamos los chicos de las casas de las afueras a llenar sus dos calles (sí, sólo había dos, la que subía y la que bajaba de la plaza) de risas y de juegos.

Apenas quedaban niños, en invierno sólo vivían allí las hijas del pastor, pero en sus mejores años llegaron a contar hasta con una escuela. Era un edificio que yo siempre conocí vacío, abandonado, que se levantaba frente a la Iglesia y que seguía teniendo un columpio destartalado en el jardín de atrás. Una escuela que enseguida se reconvirtió en una casa. Y que era el piloto de alarma de lo que podía suceder, de lo que estaba sucediendo: sin escuela el pueblo moría. Muchos años después levantaron una urbanización de chalets que llenó ese pequeño pueblo de gente joven con niños. Pero era demasiado tarde para rescatar la idea de una escuela propia: en El Valle se habían organizado con rutas que llevaran a los escasos niños a la escuela de la ciudad más próxima.

Hoy, ésa sigue siendo la realidad de muchos pueblos. De niños que tienen que levantarse cada día a las seis y media de la madrugada para llegar al colegio. Van en autobús y su peregrinaje diario es un privilegio: ellos al menos tienen conexión. En otros pueblos son los padres los que se tienen que organizar para acercar a los pequeños a la escuela. Estos días, los presidentes de varias comunidades autónomas se han reunido para pedir ayudas para esas localidades que van agonizando poco a poco. Saben que una escuela, aunque sea sólo con tres niños, es el ancla con el que conseguir atraer a más gente a sus casas.

Y con ellos llegará la vida, que es de lo que se trata. Es en esos pueblos donde cultivan los tomates, las lechugas, las judías que luego buscamos con avidez en las grandes superficies bajo la etiqueta de bio. Y que consumimos como lo verdaderamente auténtico. El tomate que de verdad sabe a tomate. Recuperar su olor, su sabor, para recuperar la memoria de ese pueblo en el que hoy, de nuevo, volverán a sonar las campanas a muerto.

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