Qué ven mis ojos

Respetan la Justicia siempre y cuando no lleve la venda en los ojos sino en la boca

“La mayor parte de la gente que se desdice ha mentido las dos veces”.

Muchos políticos, decía el filósofo y novelista Eugenio D’Ors, pasan, camino del poder, “de la prosopopeya al cinismo”; y cuando se retiran, van “de indecorosos a decorativos”. Él lo sabía de sobra, porque hizo esos viajes del nacionalismo a la Falange, de la derecha liberal al franquismo; pero tanto de una cosa como de la otra tenemos ejemplos de sobra en nuestro tiempo. Miren a Ciudadanos, calificando de “régimen clientelar” y “losa sobre los andaluces” al PSOE de Susana Díaz… cuya legislatura propició y apoyó el partido de Albert Rivera. Con razón la incongruencia, el oportunismo o la hipocresía, depende del color del cristal con que se mire, se expresan mejor que de ningún otro modo con eso de “donde dije digo, digo Diego y donde dije Diego, digo digo”, que es un trabalenguas para dejar claro que aquí hay gente que no habla, construye laberintos, y que nunca sostiene lo que cree, sino lo que le interesa en cada momento.

En pocos territorios se ve más clara esa ambigüedad intencionada que en el de la Justicia, a la que todos los cargos públicos aseguran respetar, pero sólo cuando una sentencia les es favorable, y a la cual atacan por tierra, mar y aire en caso contrario: si la balanza se inclina hacia el lado que les es menos beneficioso, presionan, hacen declaraciones que enturbien la labor de los tribunales y siembran dudas acerca de su funcionamiento, dejan caer que sus miembros tienen oscuros intereses, tratan de bloquear, recusar, poner palos en las ruedas… Y siempre intentan manipularla, teledirigirla o, como mínimo, influir sobre ella de mil y una maneras. El último episodio, el pacto a tres bandas para repartirse el Tribunal Supremo, acaba de tener el colofón que merece, el mensaje enviado a los senadores del PP por uno de sus altos cargos: “Hemos puesto un presidente excepcional, un gran jurista con una capacidad de liderazgo (…) para que las votaciones no sean 11-10 sino próximas al 21-0. Y además controlando la sala segunda desde detrás y presidiendo la 61”. O lo que es lo mismo, las únicas que están capacitadas, respectivamente, para enjuiciar a los aforados y para ilegalizar partidos políticos. Más claro, agua. Cómo no van a ir a la huelga los jueces y fiscales –tan desencantados, que esta es la la segunda vez que lo hacen y la primera fue apoyada activamente por la actual ministra del ramo–: lo raro es que no se vayan al exilio. Aunque, eso sí, que no olviden que tan culpables son los cargos públicos que tientan a los jueces como los jueces que caen en la tentación y quiebran su juramento de neutralidad, porque dos no hacen un trato si uno no quiere y porque una toga no puede estar hecha con la tela de una bandera, dado que es imposible ser partidista y ecuánime.

A la gran mayoría de los políticos les interesa una justicia domesticada, quieren obediencia, no independencia; quieren una magistratura con correa, sacarla a pasear cuando les venga bien y, el resto del tiempo, encerrarla en sus sedes. Para ellos, la lealtad es con sus formaciones, que es de las que viven, no con el Estado de Derecho, tal y como dejó claro María Dolores de Cospedal: su obligación, decía en las grabaciones de sus encuentros con el espía Villarejo, era defender los intereses de sus correligionarios de la calle Génova. O sea, que ellos, como dijo también D’Ors de sí mismo, con una dosis importante de humor negro, cuando ya lo asediaba la parálisis que le producía la enfermedad que lo llevó a la muerte, han venido a labrar su propia estatua.

Y aquí, por añadidura, la herida se agranda cuando se tira por elevación, porque cualquiera que tenga dos dedos de frente sabe que no hay democracia sin separación de poderes y, sumando dos más dos, entenderá que, por lo tanto, el que secuestra los juzgados, secuestra al país. Si se piensa dos veces, da miedo, dan miedo.

Al juez Marchena, candidato a presidir el CGPJ y el Supremo, se lo ha dado, y ha huido como alma que lleva el diablo de quienes alardeaban de haberle tendido una trampa e ir a manejarlo todo desde las sombras, desde la cocina.  Los que lo han puesto en fuga, Pablo Casado y los suyos, hay hecho lo de siempre: tirar la piedra y esconder la mano, porque son así: te empujan y luego le echan la culpa a las escaleras. Ahí lo tienen, el suyo es un viaje "de la prosopopeya al cinismo” que no acaba nunca. Que no tiene fin. Que arrasa con todo. El poder es el único fin. Los medios para alcanzarlo, pues lo que dijo Pío Baroja cuando le preguntaron si juraba o prometía su compromiso con la Real Academia Española: lo que sea costumbre.

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