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Desde la casa roja

Todavía es ayer

Cientos de personas suben a un valle donde hay una basílica. O se reúnen en el centro de Madrid o dentro de las iglesias que dan misa en memoria. Algunos van vestidos de azul marino y hay águilas negras sobre las banderas y hay bordados yugos rojos en las camisas atravesados por haces de flechas. Llevan consigo el arsenal de la patria vieja. Levantan el brazo y cantan Cara al Sol en la plaza de Oriente. Me dan miedo porque algunos tienen mi edad y porque se yerguen y embargados por no sé qué sentimiento ensalzan aquellos años y eso no puede ser mi país. O, por muy pequeño que sea, un país dentro del mío. Dan vivas a España, vivas a la unidad de la patria, vivas a la Falange y vivas a Francisco Franco muerto hace cuarenta y tres años. Hacen apología de la oscuridad. Pero no quiero caer en lo hecho: ensalzan la falta de libertad, el pensamiento único y la injusticia. Hay quien dice que sus enemigos no le olvidan y piden oración.

Yo quería escribir otra cosa. Yo quería vivir al margen de las imágenes. Leer. Rastrillar las hojas secas del jardín. Poner al día mis deudas. Estar adentro. Quería pensar que son residuo, restos exóticos. Y que ya existían ayer, hace un año y hace cuarenta. Que si no escribimos nada, en realidad, pasarán como pasan los días, camino del olvido. Que lo elegante es callarse. Lo que no se nombra no existe, eso es primero de negación. Son tres esquelas, papel mojado, que aparecen un día y regresan bajo tierra. Bastantes problemas tenemos, ¿no es así?

Mi madre me dice que no escriba sobre política. Que no me señale nadie. Y, aunque lleva razón, qué posición se toma diciendo esto, dónde me estoy situando, qué postura radical me hacen pensar que adopto cuándo escribo que no estoy con los que apoyan el fascismo. Cuando escribo que este país es una democracia en la que, excepcionalmente en Europa, aún no se castiga la exaltación de las dictaduras. Esa es la enfermedad, no el número de ellos que hayan sobrevivido. ¿Qué les revelo sobre mí al escribir esto? ¿De verdad debo decir en el siglo XXI si estoy o no de acuerdo con ese grupo de gente que sale a la calle, que canta, que consigna, levanta el brazo y se burla del país que intentamos ser?

Me pregunto, además de estas imágenes, qué nos queda en herencia de todo aquello. Hasta dónde mordió la carcoma para seguir pensando que esas manifestaciones son lo único que les resta y, como es así, vamos a dejarlo estar. Cerraremos nuestros balcones, miraremos hacia otra parte. Los vestigios tienen forma de fundaciones, de calles y pueblos, de patrimonios y herencias, de desprecio por la memoria y, sobre todo, por la democracia y la política. Pero no es solo eso, lo que nos queda es una turbia división de los poderes, la mirada condescendiente frente a las corrupciones, el músculo fortalecido durante cuarenta años de machismo. Es el poder sacro de la Iglesia católica.

Pero todo esto ya lo sabíamos: que subían casi en procesión a Cuelgamuros. Que había herederos voluntarios de los delitos y la culpa. Qué anécdotas las que guarda este país. Los vi pasar alguna vez desde el puente sobre la carretera. Camino a la cita. Alguien abría la puerta del valle. Alguien les recibía y les abría las puertas del valle. Se juntaban y hacían lo que hicieron estos días de atrás. Se ponían firmes y alzaban la mirada, se sublevaban en secreto contra el Estado nuevo. Probablemente, se reconocerían entre ellos. Pero ahora algo sí ha cambiado. Cantan más fuerte. Gritan más alto. Ayer no fue la primera vez que les vimos este año. Ahora hay menos pudor. Parecen refrendados por alguien. Pero esto debe ser la última convulsión antes de la despedida.

No les llamen nostálgicos. Ellos mismos se reconocerán como lo que son y, además, saben que nada va a pasarles. Actúan como si, realmente, tuvieran la gracia de Dios.

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