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Qué ven mis ojos

El alma no existe, salvo cuando es para vendérsela al diablo

“El neoliberalismo es una palabra compuesta cuyas dos partes son mentira: ni es nuevo, ni es liberal”.

Érase una vez una idea. La llamaban Estado del Bienestar y era la misma de siempre: un plan trazado para que el sueño de conseguir un mundo más justo se hiciera realidad. Un mundo más equitativo y caritativo, sin cajas fuertes llenas y neveras vacías, en el que no pudieran existir a la vez personas que mueren de hambre y gente en cuyas cocinas los grifos son de oro, mujeres y hombres que no pueden encender la luz y presidentes de la compañía hidroeléctrica que cobran cuarenta y cinco mil euros al día. Un mundo sin tercer mundo. Pero quienes defendían esa idea, renunciaron a ella, se pusieron un precio y sucedió lo de siempre: el poder se lo pagó. El alma no existe, salvo cuando es para vendérsela al diablo.

El neoliberalismo y las novelas de Dickens se parecen en que los dos están llenos de niños pobres, seres de carne y hueso que se parecen como dos gotas de agua a los personajes de Oliver Twist, La pequeña Dorrit, Cuento de Navidad o David Copperfield. Por desgracia, España es el tercer país de Europa donde eso ocurre más a menudo y a más personas, dado que el incremento de pobreza infantil que se ha producido en nuestro país a lo largo de la última década lo sitúa en el 28,3%, la tercera tasa más alta de toda Europa, sólo por debajo de Rumanía y Bulgaria. Así que seguimos como en tiempos de Galdós, aquí se es o Fortunata o Jacinta, te sobra o no tienes nada. Unos ponemos árboles de Navidad y otros viven a oscuras. Unos celebramos banquetes y otros hacen cola en los comedores de la beneficencia. Unos sacamos dinero para comprar regalos y otros duermen en el suelo de un cajero automático.

La desigualdad es el gran fracaso de nuestra civilización, sin duda, pero ¿es inevitable? No lo es, porque con lo que derrochan unos cuantos nos podría sobrar a todos. El problema no es la escasez, es la avaricia. Y el cinismo, porque en esto, igual que en casi todo lo demás, las promesas mueren en los discursos, y a la hora de la verdad se las lleva el viento: en 2017, en el pacto de investidura de PP y Ciudadanos, se hablaba de destinar mil millones de euros a reducir la pobreza infantil, pero en el borrador de los Presupuestos Generales se quedaron en 342. Y así todo. Ahora, el Grupo Parlamentario Socialista acaba de presentar en el Registro del Congreso, junto al resto de grupos parlamentarios –excepto el PP–, una Proposición no de Ley, impulsada por la Plataforma de Infancia, que propicie un Pacto de Estado en este terreno. Si consiguen, para empezar, poner este asunto en la agenda política, ya habremos avanzado un poco en este camino, porque lo que es invisible no hace que se avergüencen los que cierran los ojos o miran para otro lado, por eso hay que ponérselo delante y hacer que se convierta en un espejo. Yo lo mandaría a la calle Génova, ya que ahí es donde no se ha apoyado esta iniciativa. Tal vez es que sean más partidarios de la caridad que de la justicia, de las limosnas que de los derechos.

Mientras tanto, en la secretaría de Estado de Servicios Sociales se analizan en estos momentos las propuestas hechas durante el pleno del Observatorio de la Infancia para combatir la violencia contra las niñas y niños. En las reuniones de este organismo, participaron comunidades autónomas, ministerios con competencias en ese ámbito y ONG’s como Aldeas Infantiles, Unicef o Cáritas. Las intenciones son buenas, queda ponerlas negro sobre blanco y poner sobre la mesa una dotación económica suficiente. Veremos si ese obstáculo se salta o todo se queda, una vez más, en un anuncio publicitario. Hay que defender a la infancia del horror de este mundo en el que cada uno tiene los derechos que pueda pagarse y donde el único pasaporte que abre todas las fronteras es la tarjeta de crédito. Si la tienes, pasas; si no, te quedas al otro lado de la valla.

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