Muy fan de...

Colgar luces en la oscuridad

La Navidad va más allá de un sentimiento religioso. Su lado mágico está vinculado a la infancia, al tiempo en el que todo lo que soñábamos parecía posible, a esa etapa de nuestra vida en la que nos creíamos los cuentos más hermosos, a esos años en los que teníamos la capacidad, casi sobrenatural, de percibir como verosímil la fantasía y nos provocaba una enorme fascinación ver luces en la oscuridad. Muy fan.

Tonino Guerra, guionista de Fellini, Antonioni, Tarkovsky, De Sica, Rosi… uno de los grandes descubrimientos de mi vida, gracias a mi maestro Juan Herrera que lo conoció y me completó el retrato humano de un genio del que yo solo conocía parte de su obra –y eso ya decía mucho de él–, escribía a partir de una imagen.

Me fascinó la explicación de Herrera sobre ese modo de hacer del sublime Guerra, el brillante creador que, lejos de perder la capacidad de crear belleza tras su paso por un campo de concentración, dio vida a poemas como este, que encierra un mundo en seis versos:

 

Contento, lo que se dice contento,he estado muchas veces en la vidapero más que ninguna cuandome liberaron en Alemaniaque me quedé mirando una mariposasin ganas de comérmela.

Ese modo de tirar del hilo, a partir de una imagen, para construir un relato, un poema, un guión, una canción, una reflexión, o incluso un bastón en el que apoyarnos cuando la vida nos pilla desprevenidos al doblar una esquina, nos obliga a rendirnos e intenta robarnos las fuerzas.

Hace un par de tardes, paseaba, haciendo tiempo para una cita, por el centro de Madrid. Deambulaba por un entramado de calles llenas de gente, plagadas de cabezas, algunas cubiertas con gorros, de gargantas, algunas arropadas con bufandas, de pequeñas manos, algunas enfundadas en manoplas, que se agarraban con fuerza a otras manos adultas que les paseaban por un mundo temporalmente iluminado.

La calle mostraba una coreografía improvisada de seres humanos que entrecruzaban sus vidas, aparentemente felices y despreocupados porque, entre el gentío, el dolor, el más solitario de los sentimientos, suele pasar inadvertido…

A causa de la manifestación de uno de mis defectos recurrentes, estar tan ocupada en lo inmediato que olvido prepararme para lo que vendrá después y confiar tanto en mi capacidad de improvisación que no invierto un minuto en trazar un plan, una vez más llevaba el móvil con la batería justa para poder comunicarme con mi cita en caso de emergencia. Así que, aunque la ciudad estaba bastante pintona como para inmortalizarla en diversas poses, invertí las últimas energías de mi móvil en hacer una foto, una sola foto.

Disparé sin gran entusiasmo y guardé el móvil inmediatamente en el bolso, con la clara sensación de que aquella sería una de tantas, una de esas fotos que atiborran la memoria del teléfono pero no ocupan espacio alguno en el álbum de la memoria, porque no tienen nada de especial. Una de esas fotos intrascendentes, una mera prueba gráfica de que es Navidad, otra vez, porque el año ha dado la vuelta al calendario. Lo de siempre.

Fue después, en casa, en el sofá, tonteando con el móvil, un poco antes de sumergirme en la serie que es la antesala de mi sueño breve, antesala a su vez de mi insomnio de los últimos meses, cuando al ir a borrarla descubrí que aquella fotografía no era tan anodina. Que podía encerrar un pensamiento, una idea, un concepto, que podía transformarse en uno de esos bastones en los que apoyarnos cuando la vida nos pilla desprevenidos al doblar la esquina, nos obliga a rendirnos y trata de robarnos las fuerzas.

La instantánea de una de las calles más céntricas de Madrid, la pequeña arteria que une la puerta del Sol con la plaza de Isabel II, donde vive la ópera, mostraba un cielo completamente negro, en perspectiva frontal, en cuyo vértice del triángulo, que formaban los edificios que flanqueaban la calle y que se abrían como dos alas, brillaban luces que iluminaban el punto de fuga mostrando una luz más intensa a medida que se aproximaban al suelo, donde estaba la gente, desaparecida de la fotografía por exigencias del encuadre. En el centro, seis hileras de luces que, con el efecto nocturno, parecían luciérnagas suspendidas en el aire.

Hoy, al ir a escribir esta columna en la que suelo volcar el humor para criticar lo que no me gusta del mundo, para elevar mis quejas, para jugar a que juntar palabras es mi diminuta contribución a buscar otro modo de escribir la historia, más justa, más empática, menos canalla –como si todavía permaneciera yo en esa etapa fantasiosa de la infancia–, confieso que me apetecía tocar los asuntos de política y aledaños, casi tanto como bañarme en hielo. En realidad, lo único que me pedía el cuerpo era mostrar esa foto:

 

Imagen de la calle Arenal de Madrid.

Para decir, para deciros, para decirme, que es necesario flanquear la negritud con alas. Y, sin perder la perspectiva frontal, buscar un punto de fuga iluminado y, en ocasiones, eliminar del encuadre el tumulto para poder respirar. Y, por encima de todo, colgar luces de la oscuridad –no solo en las ocasiones especiales, todos los días– para poder seguir, para poder vivir.

Queridos lectores, os deseo felices fiestas y que, aunque haga frío, además de las manoplas, tengáis cerca manos cálidas a las que agarraros para que os acompañen a pasear por un mundo iluminado, aunque sea temporalmente. En realidad, la propia vida lo es.

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