Plaza Pública

¿En los debates electorales valen las mentiras?

La democracia electoral exige los debates entre contendientes. Eso no lo niega nadie. O no debería de negarlo. Suele pasar que en esos debates se siga prometiendo lo que ya está prometido en los programas de cada partido. Y aquí es cuando viene la clásica broma que no hace ninguna gracia: los programas electorales están para que nadie los cumpla. La boca se les calienta a algunos líderes y a bastantes de sus fieles escuderos cuando sueltan por esa boca que van a convertir este país en un paraíso, pero no perdido como el de John Milton, sino en un paraíso de verdad en que la felicidad estará al alcance de cualquiera. Quien no sea feliz en ese jardín prometido será porque no quiere. Sólo les falta decir —aunque lo digan a su — que después de las elecciones, si las ganan ellos, en nuestro país ataremos los perros con longanizas.

Las promesas electorales no tienen límite. Por prometer, que no quede. Al fin y al cabo, si luego faltan a su palabra quienes la han dado, no pasa nada. Alguna ley debería preservarnos de las falsas promesas. Alguna ley tendría que estar de nuestra parte a la hora de exigir a los partidos el cumplimiento de las promesas que llenan los mítines fervorosos en sus campañas electorales. Ya sé que los programas de cada partido estarán luego sujetos a pactos y que de esos primeros programas quedará al final sólo una parte. Eso ya digo que lo sé. Pero también sé que lo que dicen esos líderes lo dicen sabiendo que, con pactos posteriores o sin pactos, cuesta poco llenar de globos de colores el mágico futuro que se anuncia a bombo y platillo entre los aplausos entusiastas de su feligresía.

Los debates electorales sirven para levantar más todavía el vuelo de esos globos de colores. Cada uno de los candidatos tendrá un tiempo para inflar pecho y destrozar los argumentos del contrario, a la vez que aprovechará —como digo todo el rato— para prometernos que si le damos nuestro voto nos habrá tocado la lotería, como si la cola para depositar la papeleta en las urnas fuera la misma que se hace a finales de año delante de Doña Manolita. Más o menos, esos serán el paisaje y el paisanaje de los debates que se anuncian para las elecciones del 28 de abril. Tarascadas entre los contendientes y mogollón de promesas. Lo de siempre en estas ocasiones. Nada nuevo bajo el sol.

Pero aquí me sale una pregunta al hilo de lo que estamos viendo y escuchando estos días y desde hace muchos meses. El tiempo que vivimos es el tiempo de las noticias falsas, de la política de Estado cuajada con el cieno que se amontona en las alcantarillas policiales, del abandono que sufren las personas más frágiles de una sociedad cada más cruelmente desigualitaria, de los ricos que a costa del bien común se han hecho más ricos, del escupitajo como ese argumento de peso que antes se sustanciaba con la insobornable nobleza de las palabras. Y, sobre todo, estamos en el tiempo de las mentiras. Eso de la posverdad que se ha puesto tan de moda es como la mentira de toda la vida, pero en lenguaje refinado. La pregunta a la que me refiero es obvia y seguramente de una inocencia que ya no se estila, como los amantes clásicos en una canción de María Dolores Pradera: ¿en los debates electorales valen las mentiras?

Es repugnante la mentira, su destemplada violencia, lo que tiene de cinismo, de burla, de carta trucada en el juego de una democracia que debería ser radicalmente sagrado. En los debates que se anuncian volverán a salir, en la boca caliente del PP y Ciudadanos, ETA y Venezuela, el independentismo catalán como comida para cerdos en vez de como posibilidad de diálogo a cuantas más bandas mejor, la alusión continuada al bienestar de los "españoles" cuando en realidad hablan sólo del bienestar de los españoles que piensan como ellos, el insufrible trucaje de las cifras de agresiones y asesinatos machistas... En resumidas cuentas: asistiremos una vez más, en esos debates y en boca de las derechas, al linchamiento de la verdad en esa incansable y cabezona vocación por falsearlo todo que las caracteriza.

Las ratas y el 28 de abril

Seguramente no veré esos debates. Entre otras cosas, porque no veo la televisión. Sólo a ratos, a muy pocos ratos. Pero seguramente tampoco los veré, esos debates, porque me resulta cada vez más insoportable escuchar a esos tipos que sin pestañear una sola vez mienten más que respiran, esos tipos que han hecho de la mentira y el cinismo una manera de estar en el mundo, esos tipos a los que no les importa que este país pueda regresar a los tiempos peores, a los más oscuros de su última historia, los tiempos de la tan querida por ellos dictadura franquista (aquí se suma Vox a los otros dos con la fuerza legionaria de los fascistas de antes). Esos tipos, en fin, entregados a hundir más aún a la gente que incluso ha perdido las ganas de vivir porque se lo han robado todo y a proteger, también más aún, a esa otra gente que vive como dios porque lo tiene todo: lo suyo y muchas veces, demasiadas veces, también lo que no les pertenece.

La democracia electoral exige los debates públicos. Eso no lo niega nadie. O no debería de negarlo. Pero la mentira tendría que situarse en el fuera de juego de esos debates. Y de esa democracia. Al menos, eso creo yo. No sé si ustedes. _________________

  * Alfons Cervera es escritor. Su último libro publicado es La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona (Piel de Zapa, 2018).Alfons CerveraLa noche en que los Beatles llegaron a Barcelona

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