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Rivera desencadenado

Un rato antes de acudir este martes a su cita en la Moncloa, Albert Rivera habló en un desayuno de esos multitudinarios que se organizan en Madrid para alimentar (además de algunas cuentas y bolsillos) la declaracionitis política y empresarial cada mañana. Merece la pena reproducir literalmente algo de lo que dijo el presidente de Ciudadanos: “Los españoles nos han dado su batuta. Nos han dicho: ‘¡señores, lideren la oposición!’. En cuanto a liderazgos de la oposición: los líderes de la oposición, a mi juicio, no es [sic] un cargo; es una forma de vivir, de ser, de comportarse, de actitud…” Tal confesión merecería un comentario de texto (o de voz) detallado, desde el punto de vista no sólo político sino también psicológico, más apropiado para expertos en psicoanálisis, ciencias de la conducta y por ahí. A mí simplemente me dejó ojiplático y meditabundo, pero me sirvió para escuchar más tarde sin apenas margen para la sorpresa el discurso de Rivera desde una sala del Palacio de la Moncloa (más pequeña que la utilizada por Casado) tras 50 minutos de conversación con Sánchez.

Rivera se ha autoproclamado líder de la oposición en España con 57 de los 350 escaños que componen el Congreso de los Diputados. Ya lo hizo la misma noche del 28-A, y lo ha repetido desde la solemnidad física que aporta el logo de la sede del Gobierno español. No es extraño que Casado mire últimamente a Rivera como si hubiera visto pasar un ovni. El PP ha sufrido un testarazo monumental en las urnas, sí, pero es la segunda fuerza con nueve diputados y 200.000 votos más que la formación naranja. Alguien podría pensar que a Rivera le ha dado por imitar a su admirado Juan Guaidó (lean aquí a Ramón Lobo, sin prejuicios). Si uno puede autoproclamarse presidente de Venezuela con un megáfono en una plaza pública y ser reconocido como tal por Estados Unidos primero y un montón de gobiernos después, ¿por qué no va a lograr Rivera el estatus real o imaginario de líder de la oposición política en España?

Que no lo reconozca Casado es lo de menos (de hecho eso es tan lógico como que Maduro no reconozca a Guaidó). Pero lo que le importa a Rivera no es lo que opine Casado, ni tampoco Sánchez. Lo que busca es el reconocimiento fáctico e icónico del electorado de la derecha y, por supuesto, del poder económico y empresarial, que viene a ser su ‘Estados Unidos’ particular. Hasta utiliza expresiones similares a las escuchadas en Venezuela. Para Rivera, el PP “está en descomposición”, como el régimen chavista, y da por “acabado y amortizado” a Casado como tantos dan por descontado a Maduro.

Se trata una vez más de una batalla por el relato. La realidad importa poco. El dibujo parlamentario salido de las urnas aún menos. Si en su día no reconoció la legitimidad de una moción de censura, Rivera no tiene problema en sostener ahora que el tercero es segundo y el segundo desaparece. Liderar la oposición, por si no nos habíamos dado cuenta, no responde al número de votos, sino que se trata de “una forma de vivir, de ser, de comportarse…”.

Es aún pronto para medir el daño que están haciendo al prestigio (ya muy castigado) de la política y de la democracia comportamientos como el de Albert Rivera. Si de algo ha servido la ronda de contactos de esta semana convocada por Sánchez en Moncloa no ha sido tanto para rebajar los niveles de crispación y demostrar que existe cierta altura de miras como para visibilizar la encarnizada disputa por el liderazgo de la derecha y la firme posibilidad de entendimiento y colaboración en la izquierda. Algo inédito en cuarenta años, pero real.

Porque esta ronda de contactos no tenía ni podía tener nada que ver con la investidura ni con los posibles acuerdos para la gobernabilidad. De ser así, deberían haberse producido en el Congreso y no en la Moncloa, por mucho que este mismo tipo de encuentros tenga precedentes en Aznar, Rajoy y más allá. La democracia (también) es procedimiento, y para colocar el termómetro sobre los apoyos de investidura está el Jefe del Estado, y el calendario indica que no tiene ningún sentido tomar esa temperatura antes del 26 de mayo.

Pero cada cual se ha retratado. La mayor esperanza de Pablo Casado se apoya en la sobreactuación de Rivera. Todos los actores que se mueven en este inestable tablero saben que las consecuencias de los resultados del 28-A serán administradas por el segundo filtro del 26 de mayo. Cuanto más se desinfle Vox mejor funcionará la respiración asistida del PP. Cuanto mejor aguante el apoyo al PP en las comunidades y municipios que hoy gobierna, más difícil tendrá Rivera ejecutar su singular plan Guaidóplan Guaidó. Cuanto más resistan Unidas Podemos y sus confluencias en los ayuntamientos del cambio o siga siendo imprescindible su apoyo al PSOE en algunas comunidades, más fortaleza adquirirá la exigencia de Iglesias de un gobierno de coalición. Cuanto mejor mantenga el PSOE la movilización lograda en las generales y más capte el llamado voto útil en la izquierda, más solidez adquirirá su apuesta por una fórmula a la portuguesa con gobierno en solitario y un acuerdo de legislatura con Podemos y sumas nacionalistas imprescindibles pero puntuales.

En la política, como en el periodismo, perder la credibilidad es muy fácil, y recuperarla cuesta tres vidas. Rivera lo ha arriesgado todo a la ocupación del trono de la derecha, incluido su valor más eficaz como representante de la llamada “nueva política” o de la “regeneración del sistema” frente a la alternancia bipartidista. Se reivindicó “centrista”, y ha vuelto a demostrar que el centro político está sobrevalorado. Identificar el “centrismo” con la “moderación” y la capacidad de diálogo es una falacia. Se puede (y hasta se debe) ser moderado y a la vez de izquierdas o de derechas. Ser radical en los principios, pero flexible en las formas y dispuesto a ponerse siempre en la piel del otro. El centro es un lugar por donde todo el mundo pasa pero en el que la inmensa mayoría no quiere quedarse a vivir.

El liderazgo político se demuestra defendiendo un proyecto de país y de convivencia, e intentando convencer de sus virtudes a una mayoría social. Cuando uno se dedica, sin complejos, a ir adaptando un supuesto proyecto político a lo que cree que es el deseo de un electorado potencial, el éxito en el corto plazo puede convertirse en un fracaso seguro.

A Rivera, desencadenado, se le nota mucho que le gustaría comunicar el deceso político de Casado tras el 26-M como Balzac comunicó a los amigos el fallecimiento de un riquísimo pariente suyo al que heredaba: “Mi tío y yo hemos pasado a mejor vida”.

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