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Desde la casa roja

Los héroes, la ficción y 'Juego de tronos'

(Lean sin miedo, aquí no hay spoilers).

En la madrugada del lunes se emitió el episodio final de una de las series más vistas por este, nuestro intenso y alegre mundo occidental. Y hay decepción generalizada. Cómo no. Hay hasta un change.org para cambiar el final (es tan ridículo que no me he fijado en a quién va dirigido, pero sí que tiene más de un millón de firmas). También hay quienes han vivido al margen de este último fenómeno audiovisual. Y quienes hemos caído en su canción de hielo y fuego. Bien también. Yo no he sido una fan entregada, me dormí una temporada entera que coincidió con la gestación de mi propio dragón, ignoro y confundo los apellidos de todas las estirpes periféricas y me encanta comentar en voz alta los momentos de clímax para disgusto de mis compañeros de sofá: ¿es o no es un folletín de fantasía?

Lo que pasa es que esperábamos cosas, esperábamos que Juego de tronos, la serie estrella del poderoso canal estadounidense HBO, una obra de monarquías y dragones, de caballeros y zombies, de mujeres desnudas y cabezas decapitadas que ruedan por escenarios medievales, nos viniera además a contar cosas de la familia, del sexo, de la política, de feminismo, de secretos de Estado y, si apuramos, de la independencia de Cataluña convertida en Winterfell. Algo así como una lección universal mainstream. Tampoco es que exageremos, hasta Felipe VI recibió un intencionado pack de temporadas de manos de Pablo Iglesias.

Yo misma me pregunté en cierto momento por qué dedicaba parte de mi escaso tiempo a ver una serie en la que, de pronto, una mujer desnuda emergió del fuego con tres crías de dragón sobre los hombros (una tiene la memoria literaria que tiene) y traté de encontrar una metáfora. ¿Y saben cuando las metáforas están cogidas con pinzas pero uno se aferra a ellas?

Lo bueno de la ficción, de la fantasía, es que no es la vida, aunque aluda todo el tiempo a ella. No tiene que serlo. Sus mecanismos no son los nuestros y deben rendirle respuestas únicamente a su propia unidad creativa. La esencia de la ficción es que alguien la levanta desde la nada. Crea mundos con sus estaciones: que pueden ser cuatro o puede ser un eterno verano. En una ficción, el invierno tarda en llegar lo que al autor le parezca oportuno hasta que consigue que te recorra un escalofrío previo a la nevada. Y ese espasmo contiene toda la verdad. Y esa verdad no es fácil de conseguir.

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En una ficción, basta que el autor diga que ha nacido un personaje para que este empiece a caminar por el mundo. Con una voz, con unos ojos, con una forma de besar, de cabalgar y leer un libro. La muerte llega lenta o a cuchilladas. Limpia o sangrienta. Y lo mejor, si al creador le parece, la muerte se revierte. Es el fascinante ejercicio de una imaginación bien entrenada. Por eso, no esperamos que la ficción nos diga lo que debemos pensar. No tiene que indicarnos la moraleja. Una ficción no tiene que estar a otra altura que a la de sí misma. Si acaso permitimos que nos siente a reflexionar en medio de nuestro propio caos. Pero ni siquiera eso es necesario. Queremos disfrutar lo que dura el libro. Lo que dura la imagen. Lo que tarda en apagarse la música. Esto no es, claro, un alegato por la frivolidad de las narraciones. Pero sí es un agradecimiento al entretenimiento. A la fantasía. A todas aquellas historias que, durante un rato, nos alejan de nuestra vida, a veces, cruda, y a veces, solo vida.

Lo que nos deja Juego de tronos no es ninguna enseñanza que debamos aprender o que no sepamos ya. Lo digo otra vez: ¿de verdad no sería raro que una superproducción americana de señores feudales en un mundo imaginario fuera el esperado relato feminista del siglo XXI como tantos indicaban? Pero parece que cada espectador y espectadora que se ha sentado delante de la pantalla, cada lector y cada lectora han atendido al famoso test de psicodiagnóstico de Roscharch y reciben diferentes lecturas de un programa diseñado para mantenernos pegados a sus ocho años de dinastías enloquecidas y muertes injustificadas.

Mi test frente a su argumento es perverso, me ha confirmado cosas falsas que a veces se instalan en mi intuición, por ejemplo: que después de un ciclo bueno, vendrá uno malo y que, a veces, viene otro peor. Que tras la muerte de los valores, se instala el caos. Que siempre ondea, lo primero, una bandera. Y que todos los héroes tienen caducidad, mujeres y hombres. Y me deja con esta pregunta: ¿es posible salvarse del veneno que irremediablemente inocula el poder? Es una pregunta antigua como las ficciones. Y nueva como la última edición de nuestro periódico.

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