Desde la casa roja

Mucho Orgullo

A mediados de los noventa, dos chicas regresan a casa por un camino de tierra. Vuelven de madrugada de las fiestas del pueblo. Es verano y es julio y tienen quince años, a lo mejor dieciséis. Una de ellas está llorando y frena el paso y da vueltas de un lado al otro del camino con las manos en las caderas y se agacha y necesita escupir al suelo cada poco tiempo. Para e intenta sacar saliva de su boca. Se limpia la lengua. Se limpia el paladar. Para y solloza. Para y mira al cielo. La otra no sabe lo que le pasa. La otra no entiende por qué un par de besos rápidos con un chico revuelven a su amiga hasta la náusea. Tan horrible no ha podido ser, piensa. Pero no piensa mucho más, no da para más. ¿Es que te ha obligado?, pregunta finalmente. Porque no sabe ni entiende ni entra en su cabeza otra cosa. ¿Qué otra cosa puede ser?

Si hoy regresara a casa con aquella mujer que fue mi amiga en la adolescencia, en esa época en que el mundo se revela y uno se rebela frente al mundo, mi mejor amiga durante mucho tiempo, entendería enseguida o, al menos, sabría preguntarle qué es lo que sucedió, ¿fue en ese momento?, y no se atrevió ni a contarme. Entonces, antes de ayer, en 1995, la homosexualidad era algo a esconder en la mayoría de las familias, porque en los noventa ya éramos todos muy modernos, pero no adentro de cada casa. Una noticia que los padres, incluso los grupos de amigos con sus roles bien establecidos en torno a chicos y chicas, con sus bromas de hombres y mujeres, su machismo impertinente y bien adquirido y su religión acordonando las raíces, siendo para lo demás sumamente abiertos, no sabían recibir.

¿A cuánta gente no hemos tendido el abrazo?

Alguien decía en el programa El Objetivo de laSexta el otro día en una mesa sobre el Orgullo que cada vez que conocía a alguien era una nueva salida del armario: a ver cuánto tarda en averiguar cómo soy. Jamás he tenido que decirle a nadie: "Hola, me llamo Aroa" y, desde ese segundo, medir el tiempo que se demora en averiguar si me gustan los hombres o no me gustan. Esa tensión nunca ha estado en mi vida. Ni esa ni las graves tensiones. El primer Orgullo se celebró en Madrid en el año 1978. Un año después, se legalizó la homosexualidad en España, aunque hasta 1995 no se eliminaron todas las leyes homófobas. El mismo año en que regresábamos por ese camino. En 2004, el matrimonio igualitario llegó a nuestro país pero, desde mucho antes y también después, el camino está siendo largo para los derechos de los colectivos LGTBI. Tanto es así, que vuelven a cuestionarse territorios adquiridos tras el acceso de la extrema derecha que representa Vox: grotesco es elegir el sufrimiento frente a la felicidad.

La voz que quiere firmar esta columna no puede explicar nada acerca de la libertad, y reconoce que se siente insegura aquí, es más bien la de alguien que ha necesitado de la gran visibilización y de la lucha de miles de personas en este país y en otros para conseguir ser ellos mismos para abrir los ojos delante del otro que es diferente. La manifestación de este sábado es una reivindicación de la luz de todos aquellos que durante años vivieron en la oscuridad.

El pregón del Orgullo se erige en declaración de intenciones frente a Vox: "Nunca, nadie más, nos mandará al armario"

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Orgullo significa satisfacción por los logros que uno ha conseguido. Pero también significa amor. Y significa autoestima. Mi amiga me pareció muy feliz cuando, hace unas semanas, coincidí con ella después de muchos años en el ascensor de un supermercado. Iba con su mujer y sus tres niños. Nosotras dos nos alejamos, como se alejan tantas amistades por cosas que nada tienen que ver con la relación. La dejé sola y sin abrazo en medio de una juventud seguramente difícil. Ojalá aquella noche hubiera sabido algo, hubiera sospechado algo, hubiera tenido una mínima sensibilidad y educación, pero la poca visibilización de aquella época y en ciertos lugares me convirtieron en una completa ignorante.

Gracias por enseñarme a pensar. A sentir.

Este sábado, mucho Orgullo.

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