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Qué ven mis ojos

La izquierda miedosa y la derecha sin complejos

"Una cosa es perder y otra ser un perdedor"

  Entrar en bucle es una expresión que se usa para definir situaciones y a personas incapaces de avanzar, a las que no les da la cabeza, se les quedan cortas las habilidades o actúan dominadas por intereses que les hacen preferir que todo se pare a que algo se mueva. Y es justo lo que le ha pasado a la política española desde que ha dejado de ser elemental, o PSOE o PP, y se ha vuelto un poco más compleja, no mucho, pero sí lo suficiente como para superar a unos líderes sin iniciativa, sin soluciones y sin cintura para negociar. Nada más conocerse los resultados de las últimas elecciones, dije por aquí y por allí que, en mi opinión, pronto habría que repetirlas y vi muchas sonrisas de condescendencia y alguna mirada por encima del hombro –serían politólogos–, pero me mantuve en mis trece con el argumento de que el problema no estaba en los números sino en quienes tendrían que manejarlos. El orden de los factores no afecta al producto, pero el factor humano, sí.

Ahora ya no parece tan improbable que se tengan que volver a poner las urnas en los colegios, sino más bien todo lo contrario. Y el bucle se riza más por la izquierda que por la derecha, no se sabe si porque unos tienen más escrúpulos y los otros ninguno, o porque a un lado corren poniéndose palos en las ruedas entre compañeros de equipo y en el otro extremo reman todos en un mismo barco al que, según las circunstancias, se limitan a cambiarle la bandera, a veces la española y a veces la pirata. El último acto de equilibrio inverosímil ha sido crear el centro-ultraderecha y enviar a Inés Arrimadas a decir que, en realidad, los extremistas son ultraconservadores y a Albert Rivera a sentenciar que la pregunta de si su socio Vox es constitucionalista "habría que hacérsela a ellos, pero desde luego quien no lo es, es el señor Sánchez". Me da la impresión de que "se da gato por liebre", sería el lema más lógico que poner en sus tarjetas de visita.

El ambiente entre los adversarios es de lucha grecorromana, cuerpo a cuerpo y a cara descubierta. Pone un tuitArrimadas, que ya no sabe cómo intentar blanquear su bochornosa actuación el día del Orgullo, condenando otro espantoso crimen de género: "Mi absoluta condena y repulsa ante este asesinato que se lleva la vida de una mujer en Elche. El horror de la violencia machista no cesa: debemos seguir firmes en la defensa y aplicación del Pacto de Estado. Mi solidaridad con los allegados de la víctima". Y le responde la diputada Zaida Cantero: "Que poca vergüenza. Pactáis con un partido que a la VG la llama violencia intrafamiliar, que quiere invisibilizara las mujeres que sufren, que persigue a los trabajadores que luchan para protegerlas, que dice que denuncian falsamente. Y que no creen en la igualdad. Sois cómplices". Imagínense, si eso ocurre en un territorio en el que no debería existir una grieta, un espacio de desacuerdo, cómo será en los casos en los que pelean por cosas muchísimo menos importantes que la pérdida de una vida.

Pero es que la cosa tampoco cambia mucho cuando en lugar de rivales se trata de supuestos aliados, porque lo de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias ya es como una reposición de una película de karatekas en un cine de verano de la costa en pleno julio y a la hora de la siesta, dicho así, sin comas, para representar lo cansino que es el espectáculo y la sensación de encierro que nos provocan a los ciudadanos. El problema, seguramente, es que hay dos tipos de pactos, los que provienen de un acuerdo y los que surgen del simple interés, y es fácil que salgan bien los primeros, en los que las dos partes tienen objetivos comunes y principios diferentes pero no incompatibles; pero no tanto que acaben bien los segundos, porque son la suma de dos que no se fían del contrario, y así no hay manera.

El PSOE, por seguir la moda de los diminutivos, que es literalmente el último grito, le ofrece a Unidas Podemos un Gobierno de "colaboracioncita", veta a su secretario general, aceptaría independientes, algo que no sabemos si existe mientras no estemos seguros de si hay o no hay vida en Marte, y deja claro que teme lo que pudiera ocurrir si los morados entran al Consejo de Ministros, porque los ven como a una especie invasora, de esas que cuando son arrojadas a un río acaban con la fauna autóctona.

El problema es que ya no estamos en clase de retórica, sino de aritmética, y ahí ya es más difícil tergiversar las cosas: cualquier orador medianamente diestro en el arte de la demagogia puede manipular las palabras, pero ni el mejor matemático del planeta nos podría convencer de que dos más dos no es igual a cuatro. Las cifras cuadran, pero ellos no, y eso no se arregla con la tiza, sino con la esponja de borrar, que es lo que se hizo en la misma Transición que tanto alaban: renunciar a cosas, dejar espacios en blanco para que el oponente escribiera en ellos su nombre. Si eso no se hace, pueden estar reuniéndose treinta años y no salir de la acusación de que unos quieren tres sillas de las diecisiete que hay y los otros las quieren todas.

Cuando se dice que alguien no da la talla, no se está hablando del traje, sino del que se lo pone. Y quizá, en el fondo, es que no son más que un indicio de lo que pasa en España, que es que el centro ha desaparecido, y sin centro no hay equilibrio. El final será el de siempre, tarde o temprano, y va a consistir en el triunfo de la derecha sin complejos sobre la izquierda miedosa, que pasará otros cuatro años preguntándose de quién ha sido la culpa y echándosela mutuamente. Una cosa es perder y otra ser unos perdedores, porque una cosa tiene arreglo y la otra no.

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