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La gran paradoja del 21A: un Parlamento más soberanista, una ciudadanía menos independentista

Desde la casa roja

Hagamos un trato

Mi hijo no entiende lo que es un trato. Para él, en los tratos, las dos premisas le benefician. Sin intercambios, sin acercamiento entre las partes. Todo lo gana. Cuando el lunes fui a dejarle a la escuela, nueve de la mañana, me dijo que hiciéramos uno. Era su último día. Aunque es julio, la clase sigue llena de niños. Los niños de dos o tres años tienen, como los padres con suerte, solo un mes de vacaciones. Me doy cuenta de que está cansado de ir y de sentarse en las sillas de colores y del patio de las encinas. A estas alturas solo quiere desayunar despacio, jugar en pijama sobre el suelo de nuestra casa, flotar en el agua hasta que alguien le obligue a salir, conocer la luz de julio sobre esa ciudad infinita que son sus trenes de madera: no lo sabe, pero quiere el verano largo con su dulce distorsión de los tiempos. Quién no.

Me dice: este es el trato, yo no entro a la clase y me voy contigo. La profesora y yo nos miramos y nos damos permiso y nos damos las gracias por todo y un abrazo. Mi propio plan de desayuno lento y ver todo acerca de la investidura se desbarata. El supuesto gran plan de pasarme otro día más de mi vida escuchando a políticos salta por los aires. Nos montamos en el coche. Le miro por el retrovisor, sonríe triunfal y, con determinación, me dice: quiero ir a las montañas. No intento negociarlo. Arranco y pienso, ¿por qué no?

Enciendo la radio y atravesamos un par de pueblos. Valmayor está en mínimos. Las chicharras frotan sus patas a todo volumen. Aparcamos junto a un tipo que trata de subir una piragua al techo de su coche. Unos perros se bañan en la orilla. El niño tira piedras al agua mientras yo, con un auricular puesto, intento enterarme del discurso de Pedro Sánchez. El presidente en funciones dice a Pablo Iglesias: “Piénsese mucho si va a votar en contra con la ultraderecha”. Entiendo en este caso mejor la demanda que la oferta, pero me desquicia el tono entre ellos. “Sea prudente”, le responde al rato el líder de Unidas Podemos. Y luego le dirá también: “Somos una fuerza política joven, pero no nos vamos a dejar humillar”. Me distraigo durante un buen rato del debate y entonces escucho aplausos en el hemiciclo. Pienso que, tal vez, no debería estar aquí. La sequía deja las ondas de la erosión del agua al descubierto y parece que caminamos por un paisaje lunar.

Atravesamos luego otro pueblo. Y otro. Hay casas antiguas donde querríamos vivir e invitar a los amigos a beber sangría fresca en jardines llenos de pinos y bancos de piedra. Aquí sería fácil entenderse, llegar a un acuerdo, y no ahí subidos en una tribuna televisada donde el afán de exprimir beneficios no deja ver el fin de todo esto.

Junto a una estación, el niño dice que pare el coche. Y como somos solo dos, decido que por qué no voy a hacerle caso. Quiere ver los trenes de cerca. No tenemos intención de subir a ninguno, pero de pronto estamos comprando un billete y corriendo hasta montar en el último momento en un antiguo Cercanías. Vuelvo a la retórica de la radio sentada en el viejo vagón. A las demasiadas anáforas. Por qué se tiene que hablar así en un parlamento.

Bajamos del funicular en Cotos. Nos sentamos en el bar de la estación. Pedimos agua y un bocadillo de tortilla de patata. Hay una montaña de troncos de madera apilados bajo los soportales. Pienso en mis padres, con los esquís a hombros, trepando por esa ladera sin llegar todavía a los veinte años. Desde ahí, todo es cuesta arriba o cuesta abajo, así que solamente caminamos por la vía muerta de la estación. Huele a árboles. Huele a madera, a resina, a púas de pino. Mientras él come con pasión y felicidad, yo vuelvo al Congreso. Albert Rivera dice entonces “banda” y “plan Sánchez” y todo el debate aterriza en el lodo. Ahí decido, esta vez a conciencia, apagar.

Cuando regresamos a casa, bajamos las persianas para combatir el gran bochorno. El niño duerme una siesta tardía frente al ventilador y yo me siento en el sofá con un vaso de gazpacho y desbloqueo el teléfono. Mi madre me manda una fotografía bajo una gran pamela azul junto al mar. Tengo 210 mensajes de Whatsapp en un chat comentando lo que sucede con la investidura. No hay forma de huir. Me doy cuenta de que apenas estoy de acuerdo con nadie y que es extraño porque no he conseguido escuchar casi nada.

El gran bochorno en realidad es ese. Las posiciones. Los bloques. Las palabras. La afrenta. Evidenciar las diferencias señalándolas, permitir que se froten las manos los del final de la bancada. Echarse las culpas no construye ni acerca posturas. Un acuerdo generoso y cordial lo agradeceríamos los que estamos ahí afuera: las madres, los niños, los perros, las chicharras, el tren, los pueblos, la erosión. Los que necesitamos que nos mantengan a salvo, que mantengan a salvo lo que somos, lo que tenemos. Ese fue el trato, para eso les votamos, ojalá lo recuerden.

Que por una vez también se pregunten: ¿por qué no?

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