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La responsabilidad de los Estados en un mundo global

Absorta en la actualidad nacional, apenas las noticias dan cuenta del G7 y sus semejantes hasta que tales organismos se reúnen cerca de casa y provocan cortes de carretera y fuertes medidas de seguridad. Sin embargo, un repaso a los principales asuntos a los que la sociedad se enfrenta hoy muestra a las claras dónde se juega el futuro.

La revolución tecnológica ayudó a globalizar los mercados, económicos y financieros, después de lo cual nada quedó a su margen. Hoy se habla de que se ha entrado ya en una fase de "des-globalización", de vuelta al marco del Estado–nación, pero los problemas son ya globales y su solución solo se puede plantear desde foros multilaterales. Cosa distinta es analizar el papel de los gobiernos nacionales en ese marco mundial.

En un breve repaso por la actualidad de los últimos días, daña la vista, las neuronas y el espíritu ver cómo se quema la Amazonía en lo que Marina Silva, ex ministra de medio ambiente de Brasil del gobierno de Lula, define en este artículo como un holocausto. Se sabe a ciencia cierta que sus efectos se extenderán por todo el mundo, que el pulmón del planeta se daña cada vez de forma más irreversible, y que ningún país debería tener en sus manos la capacidad de cometer una barbarie tal que comprometa la vida de los humanos de esta manera. Para ello es fundamental la corresponsabilidad de la comunidad internacional de forma que todos los países tengan garantizada su viabilidad y carezcan de excusas para legitimar la barbarie. Algo así es impensable sin foros multilaterales que gocen de legitimidad democrática y apliquen los recursos correspondientes, pero eso no quiere decir que sus efectos no se dejen sentir en lo local. España, en concreto, es uno de los Estados de Europa más expuestos a la emergencia climática por su posición geográfica.

Algo parecido ocurre con los movimientos migratorios que acaparan año tras año las noticias veraniegas. Esta vez, las polémicas sobre el Open Arms Open Arms, las imágenes de otros barcos esperando puerto seguro, el debate sobre el papel de las ONGs en este tema, y la incapacidad de la Unión Europea para gestionar y anticiparse al fenómeno, han dejado claro que los desafíos globales tienen consecuencias locales. Entre la gestión del Aquarius hace ya un año y la del Open Arms estas últimas semanas ha habido, desde mi punto de vista, un cambio trascendental: hace un año el recién estrenado Gobierno de Sánchez reivindicó una política migratoria europea predicando con el ejemplo, acogiendo a los migrantes para recordar a las instituciones comunitarias que cada cual debía de cumplir su parte. Esta vez, como es conocido, la estrategia ha sido la contraria.

En la búsqueda de elementos de cambio, enseguida aparece la revolución tecnológica, robótica y la inteligencia artificial. Se habla ya de que en la próxima década se pueden crear casi el doble de empleos que se destruyan a consecuencia del cambio de paradigma que supone esta revolución, y por supuesto se entiende que se trata de un fenómeno global, aunque las repercusiones en lo local serán distintas en cada parte del planeta. Como explica de forma clara Andrés Ortega en esta reflexión, "Hay un peligro de llegar a una sociedad 30-30-40, en la que un 30% trabajará mucho y ganará bastante, un 30% trabajará mucho y ganará poco (en tareas esencialmente manuales) y el 40% resultará superfluo".

Todos estos desafíos habrán de enfrentarse en un contexto de clara inestabilidad económica, donde los ciclos son cada vez más cortos, las herramientas para gestionar cada situación más complejas, y las sociedades, conscientes del precio que se está pagando en términos de desigualdad, cada vez más temerosas. De ahí que a los primeros síntomas de crisis salten todas las alertas. La guerra comercial entre EEUU y China, unida a unos datos inquietantes en Alemania, han provocado ya las primeras declaraciones llamando a poner en marcha planes de contingencia, con la imagen de los errores en el 2008 aún en la retina. Sin un abordaje europeo y global será imposible gestionar la crisis, más o menos próxima, pero sus consecuencias y los detalles de cómo se plantee se dejarán sentir en lo local.

El desafío ambiental y la crisis climática, los movimientos migratorios, la revolución tecnológica y el ciclo económico, junto a la creciente desigualdad en las sociedades occidentales, no son los únicos problemas que protagonizan la actualidad, pero en conjunto explican prácticamente todo lo que hoy inquieta. ¿Qué tienen en común estos temas? Al menos tres cosas. En primer lugar, que todos ellos encierran una complejidad que requiere de análisis en detalle, repleto de matices y soluciones que serán de todo menos simples. La adaptación al cambio climático y su mitigación implican cambios de modelos económicos en conjunto, –movimientos migratorios incluidos–, algo similar a lo que requiere afrontar la revolución tecnológica, y todo ello haciendo frente a la desigualdad.

Por otro lado, los tres asuntos provocan un sentimiento de desprotección, riesgo y miedo en las sociedades. ¿Cómo podemos adaptarnos a la nueva realidad climática y al nuevo paradigma tecnológico con estas cotas de desigualdad? Cada día las ciencias sociales detectan más indicadores que muestran que estos temores provocan una fragmentación de la ciudadanía que pone en duda la idea misma de sociedad como espacio de comunicación.

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Finalmente, los tres fenómenos son globales. Ninguno de los países por sí solos podrán enfrentarlos, sin duda. Pero a menudo se olvida que tampoco se podrá gestionar al margen de los Estados y los gobiernos nacionales. Son ellos los que toman las decisiones de los organismos multilaterales, los que tienen en sus manos buena parte de las políticas económicas y de desarrollo, y los que pueden poner en marcha medidas para abordar estos desafíos en una u otra dirección. Escudarse en la globalización y la complejidad de los problemas para cuestionar la capacidad de la política de cada uno de los gobiernos es un tiro en el pie a la posibilidades de acción de las fuerzas democráticas.

Lo que el G7 ha tratado estos días y lo que debería haber abordado son grandes ejes que dibujan un nuevo paradigma de lo global y de lo local. Todos estos elementos son ya globales, sin que eso exima a los gobiernos de asumir su parte, y sobre todo, de decidir si se afrontan con el objetivo de cohesionar las sociedades y desarrollar modelos que no dejen a nadie atrás, o confiando en la inercia de las dinámicas conocidas que han conducido al incremento de la desigualdad en las sociedades occidentales y a reproducir modelos de desarrollo devastadores en otras partes del planeta.

Acabo igual que la semana pasada, la anterior, y la anterior. Volviendo a España, ¿hacen falta más motivos para un acuerdo de gobierno?

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