Telepolítica

Cada uno ha hecho lo que creía que debía hacer

Normalmente me siento identificado con buena parte de la opinión pública progresista. Rara es la ocasión en la que no coincido en líneas generales con los principales opinadores a los que los lectores de este diario admiramos. No me ocurre en esta ocasión. Veo la actual realidad política desde una perspectiva diferente a la de muchos con los que habitualmente sintonizo de forma natural. Así que, lo más seguro es que esté equivocado. Tampoco sería la primera vez.

Me hubiera gustado que este proceso hubiera acabado con un gobierno acordado entre el PSOE y UP. Personalmente, he hecho todos los esfuerzos que estaban a mi alcance para intentar ayudar a que sucediera. Está claro que mi capacidad de intervención no es mucha y, además, que el resultado ha sido manifiestamente infructuoso. He perdido una batalla en la que me consta que muchos hemos compartido la misma ilusión.

Sin embargo, no tengo la más mínima sensación de fracaso. Me niego a criticar a la clase política o a pensar en la absurda posibilidad de dejar de votar el 10 de noviembre. Ni siquiera me planteo cambiar mi voto. No me siento defraudado en absoluto. Lamento haber perdido esta batalla. Creo que todos debemos aprender de lo ocurrido y tomar nota de cara al futuro. Mi único objetivo es ayudar a librar el siguiente combate e intentar ganar la siguiente batalla.

Discrepo radicalmente de quienes opinan que lo sucedido es un fracaso de la política. Cada partido ha decidido libremente actuar como ha querido. Lo acaecido es la lógica consecuencia del choque de las estrategias puestas en marcha por los partidos tras el 28 de abril. Hemos asistido a un encarnecido enfrentamiento político dentro de un sistema democrático. Cada grupo ha luchado por defender sus intereses. Como consecuencia, ha habido quienes han visto cumplidas sus expectativas y quienes las han visto frustradas. La democracia funciona y sigue su curso. A raíz de la conflagración vivida se hace necesaria una nueva convocatoria a las urnas, tal y como marca nuestro ordenamiento legal.

El resultado del 28 de abril coincide con una peculiar coyuntura del modelo político español que acrecentó la dificultad de poder formar un gobierno apoyado en una mayoría suficiente. La irrupción de la extrema derecha, la debacle del PP y el cambio de rumbo de Albert Rivera han convertido la derecha en un conglomerado incontrolable, ajeno a cualquier interés por colaborar con la gobernabilidad. Desde el primer momento, decidieron dedicar todos sus esfuerzos a evitar un gobierno socialista o, si no había más remedio, obligar a que este fuera fiel reflejo de lo que en la campaña electoral había sido bautizado como el “sanchismo”: un gobierno condicionado por las políticas extremistas de Pablo Iglesias y sostenido por el apoyo de los independentistas que quieren destruir España. Su aspiración era que aquello que habían inventado en campaña pudiera visualizarse como realidad. Pero ese era el mal menor. El ideal era ganar su apuesta y evitar que la izquierda pudiera gobernar en España e ir de nuevo a las urnas. En las encuestas de las últimas semanas, más del 90% de los votantes de los partidos de las tres derechas apoyaban repetir elecciones. Al final han conseguido su objetivo.

En la izquierda, todos hemos sido testigos de lo que ha sucedido. El PSOE no ha conseguido el gobierno que deseaba y UP tampoco ha alcanzado su aspiración de entrar en el gobierno en las condiciones que buscaba. Se ha comprobado que hay una insalvable diferencia que impide la conformación de un gobierno avalado por las dos formaciones. Pedro Sánchez ha tomado la decisión que creía mejor. Marcó su frontera el 24 de julio y anunció públicamente que era el límite al que iba a llegar. Pablo Iglesias decidió hacer lo que creía más coherente para su formación. Rechazó la oferta al creer que era insuficiente. Creo que ambos tienen todo el derecho del mundo a poner los límites de sus cesiones allá donde desean. No me parece casual dónde ha surgido la frontera del desacuerdo. Está en el punto exacto donde se determinan políticas de gran trascendencia donde ambas formaciones desean que se marquen sus convicciones. Si no hay acuerdo, no cabe descalificar al otro. Me parece estéril la discusión acerca de por qué lo que se ofreció el 24 de julio no sigue vigente ahora. Al igual que me parece inútil criticar a estas alturas por qué se exige ahora lo que se rechazó el 24 de julio sabiendo que la propuesta decaía. No entiendo los reproches. Son un callejón sin salida.

El 10 de noviembre no vamos a revivir una situación similar. El escenario será diferente, el rol de cada partido será distinto y posiblemente intervengan nuevas formaciones. Todo estará condicionado por lo vivido estas semanas. Las variaciones en los resultados ayudarán a entender quién ha acertado en sus decisiones y quién ha podido equivocarse. En ese momento, al igual que ha ocurrido desde el 28 de abril, los partidos diseñarán sus estrategias y pugnarán dentro de nuestro sistema democrático por defender sus convicciones. Lo más importante sería que cada partido decidiera de antemano qué es lo que cada uno desea que ocurra en el futuro para dirigir sus pasos en esa dirección. Respecto a los ciudadanos será el momento de apoyar la propuesta en la que más confiemos e ir a votar. Esta es la base de la democracia.

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