¡Insostenible!

Una Renta Básica Ecológica para España: quien no contamina gana

Álvaro Gaertner Aranda

La atmósfera y el clima son bienes comunes que nos pertenecen a todos por igual. Su condición de bienes comunes hace que las acciones sobre ellos no tengan un precio en el mercado, y por lo tanto hace que los daños que se producen sobre ellos no sean internalizados por las empresas o individuos que los están realizando a la hora de evaluar si una determinada acción compensa económicamente o no. Este problema de externalidades hace que la atmósfera se contamine muy por encima de la capacidad que nuestro planeta tiene para absorber esa contaminación, y por tanto hace que se contamine muy por encima de lo que sería económicamente eficiente.

De esta manera, un estudio de la Oficina de Medio Ambiente Alemana (UBA), estima que el daño provocado por la emisión de una tonelada de CO2 equivale a 180 euros por tonelada (Umweltbundesamt 2018), aunque el cálculo de estos números siempre es complejo porque implica poner precio a cosas que no tienen un valor monetario. Para solucionar este problema, la economía medioambiental y la economía ecológica tienen muy claro lo que habría que hacer. Ambas corrientes aseguran que, dado que el problema es que los agentes económicos están generando con sus actividades un daño que no están teniendo en cuenta en sus costes, hay que hace que tengan que pagar un precio por el daño que están generando para que lo tengan en cuenta a la hora de tomar sus decisiones. Para ello, uno de los mecanismos que proponen es el establecimiento de un impuesto por parte del Estado que paguen todos aquellos que produzcan un determinado contaminante. De esta manera, internalizarán en sus cálculos sobre la rentabilidad de las distintas acciones el precio del contaminante, y tomarán medidas para reducir su contaminación.

Basados en este planteamiento teórico, numerosos países y regiones del mundo han puesto en marcha políticas públicas para poner precio a las emisiones de CO2 que ocasionan el cambio climático, la mayor amenaza que pesa sobre el planeta en este momento. De esta forma, han implementado medidas para hacer que exista un precio sobre las emisiones de CO2 en los distintos sectores, ya sea a través de impuestos o mercados de emisión. Este tipo de sistemas existen en Canadá, en varios estados de Estados Unidos como California o en la Unión Europea (Carbon Tax Center), donde además del mercado de emisiones europeo (EU-ETS) en el que se fija un precio para las emisiones de los sectores industriales, el sector eléctrico y la aviación, hay numerosos países como Francia o Suecia que tienen otros impuestos sobre el CO2 que afectan a sectores no incluidos en el EU-ETS, como el del transporte. En el caso de Europa, la existencia de mecanismos como el EU-ETS está ocasionando que el uso de combustibles fósiles como el carbón para la producción eléctrica se reduzca rápidamente, especialmente desde la entrada en vigor de la última reforma que ha provocado una importante subida del precio que las empresas deben pagar por tonelada de CO2 emitida.

Sin embargo, este mecanismo por sí solo no va a lograr que llevemos a cabo una reducción de emisiones de CO2 compatible con limitar el calentamiento global a 2ºC sobre los niveles preindustriales. Por un lado, los precios en el EU-ETS, que están actualmente en el entorno de los 26-27 euros (Markets Insider), han permitido una importante reducción del uso de carbón en países como Alemania, donde ha resultado en una reducción de las emisiones del sector eléctrico de un 19% hasta julio (Capion 2019). Sin embargo, para cumplir con el acuerdo de París estos precios deberían moverse en la siguiente fase del EU-ETS en un rango entre 45 y 55 euros por tonelada de CO2 (Carbon Tracker 2018).

Por otro lado, los sectores que no están incluidos en el EU-ETS, como el transporte, el sector residencial o la ganadería, no tienen actualmente ninguna limitación sobre sus emisiones y las siguen incrementando año a año. Además, mucho de estos sectores pagan poco o ningún precio debido a las emisiones de CO2 que producen, haciendo que no tengan incentivos para dejar de contaminar. Esto se puede ver claramente en España, donde en el año 2018 se emitieron 332 millones de toneladas de CO2 equivalente, de las cuáles 295 millones de toneladas se corresponden con emisiones de CO2 y el resto son el equivalente en millones de toneladas de CO2 de las emisiones de otros contaminantes como el metano o los gases fluorados (Redacción EFEverde 2019). En ese año, las emisiones en los sectores regulados por el EU-ETS bajaron un 6,6% debido a la menor producción de electricidad con carbón, pero las emisiones del resto de sectores se incrementaron un 0,6 %.

Para lograr revertir esta tendencia, es necesario poner un precio a las emisiones de CO2 en esos sectores, para que las empresas y la población tengan incentivos para dejar de contaminar. De esta forma, países como Francia o Suecia ya tienen impuestos al CO2 que abarcan sectores como el transporte (Wikipedia). En el caso de Suecia este impuesto era ya en 2007 de 101 euros por tonelada de CO2 y en el caso de Francia es actualmente de 44,60 euros por tonelada, aunque debería incrementarse a 86,20 euros en 2022 (Wikipedia). Sin embargo, este tipo de impuestos tienen varias consecuencias negativas, entre las que destacan dos. Por un lado, son impuestos regresivos, es decir, la gente con menor renta paga más proporcionalmente que aquellos con más renta. Esto es así porque la gente con menores recursos dedica más porcentaje de sus ingresos al consumo que los ricos, y por lo tanto paga un mayor porcentaje de sus ingresos en los impuestos que hay sobre ese consumo. Por otro lado, su regresividad hace que sean muy impopulares, tal y como se vió en el caso de las protestas de los chalecos amarillos en Francia.

Sin embargo, esta no es la única alternativa que hay para implementar un impuesto al CO2. Hasta ahora hemos estado mencionando esquemas que implementan de manera práctica el principio de que quien contamina paga. Sin embargo, como mencionábamos al principio de este texto, la atmósfera es un bien común que nos pertenece a todos por igual. Eso significa que si alguien contamina nuestra atmósfera, todos los propietarios de la misma tenemos derecho a ser indemnizados por el daño que se está realizando a nuestra propiedad. De esta forma, el dinero que se recaude por medio de estos impuestos debería ser dado a la ciudadanía en forma de una Renta Básica Ecológica. Este concepto de repartir los beneficios derivados del uso de un bien común entre toda la población ya está puesto en práctica en sitios como Alaska, donde los beneficios de la explotación del petróleo, que pertenece, como todos los recursos naturales de un territorio, a los habitantes de ese territorio, se utilizan para repartir todos los años entre todos los habitantes un dividendo. De igual forma, los Verdes Alemanes están proponiendo en la actualidad aplicar este concepto de impuesto y dividendo al impuesto del CO2, proponiendo que todos los ingresos que se generen con este impuesto sean repartidos entre todos los ciudadanos de Alemania.

Actuar de esta forma con respecto al impuesto al CO2 tiene numerosos beneficios. Por un lado, aún siendo cierto que la gente de menores ingresos dedica un porcentaje mayor de sus ingresos al consumo que los ricos, también es cierto que, en total, gastan una menor cantidad de dinero en ello. Este patrón también se repite en el caso del consumo de productos y servicios con una gran huella ecológica, como por ejemplo en el caso de los vuelos, donde los ricos vuelan mucho más que los de abajo. De esta forma, si todos los ingresos derivados del impuesto al CO2 se reparten entre toda la población a partes iguales, la gente que menos haya contaminado recibirá más dinero del que dedicó a pagar el impuesto, y al revés. De esta forma, se hace que el impuesto al CO2 acabe siendo un impuesto negativo para la gente de menores recursos, que recibirán más al cabo del año de lo que dediquen a pagar el impuesto, y un impuesto positivo para los ricos. Así se elimina la regresividad de este impuesto, y con ello el malestar que provoca en la población.

Hasta este punto hemos visto cómo es la introducción de un impuesto al CO2 que sirva para financiar una Renta Básica Ecológica en la teoría, y, por eso, ahora toca ver cómo se podría implementar esta medida en la práctica en España. Para ello hay que distinguir cómo se aplicaría en aquellos sectores regulados por el EU-ETS y en aquellos sectores que no lo están. Los sectores que ya están incluidos en el EU-ETS ya tienen que afrontar el pago del precio del CO2 que se marca en ese mercado, y por lo tanto la pregunta en este aspecto es cómo se puede llegar al precio que se requiere para hacer que se cierren todas las centrales de carbón y podamos cumplir con el Acuerdo de París. Para ello, el mejor instrumento es poner un precio mínimo al CO2 tal y como lo hizo Gran Bretaña. De esta forma, si el precio marcado por el EU-ETS es menor que el precio mínimo, las empresas deben pagar la diferencia entre ambos al Estado, de tal manera que se asegure que el precio del CO2 no baje de un determinado nivel.

En España, teniendo en cuenta el objetivo de que el precio llegue a unos 50 euros por tonelada de CO2 en la fase 4 del EU-ETS que mencionábamos antes, se podría empezar por la introducción de un precio mínimo de 35 euros por tonelada de CO2 en 2020 que se incrementase paulatinamente hasta llegar al final de la siguiente legislatura (2023) a 50 euros por tonelada. Este precio mínimo afectaría a unas emisiones de unas 112 millones de toneladas de CO2, de acuerdo a los datos de 2018 (Redacción EFEverde 2019), y por lo tanto serviría para recaudar unos 3.944 millones de euros en el primer año. Por otro lado, para los sectores que no están regulados por el EU-ETS, como el transporte, el sector residencial o la agricultura y la ganadería se podría establecer un impuesto al CO2 que se trasladase a los precios de los productos de cada uno de esos sectores. De esta forma, se puede calcular cuánto CO2 produce la combustión de un litro de gasolina (2,3 kg), de diésel (2,6 kg), de queroseno (3,15 kg) o de un metro cúbico de gas natural (1,86 kg), pero también se puede calcular cuántas emisiones de kg de CO2 equivalente se generan al producir un kg de carne de ternera (13,3 kg), un kg de carne de pollo (3,5 kg) o un kg de mantequilla (23,8 kg).

Después, se puede transformar el precio por tonelada que se fije para el CO2 al precio por litros, kg, o metros cúbicos de cada uno de estos bienes. Por ejemplo, un precio de 10 euros por tonelada de CO2 es equivalente a un impuesto de 2,3 céntimos de euro por litro de gasolina. De esta manera, se puede lograr que prácticamente todas las emisiones de gases de efecto invernadero estén sujetas al pago del impuesto al CO2. Si el impuesto se aplicase de esta forma, habría un sector que estaría cubierto tanto por el EU-ETS como por el impuesto al CO2, el sector de la aviación. Sin embargo, dado que el queroseno actualmente está exento de impuestos, el hecho de pagar por ambos conceptos ayudaría a reducir la subvención encubierta de la que ahora disfruta la aviación gracias a esa exención de impuestos.

Con respecto al nivel que debería tener el impuesto al CO2, hemos visto que en el largo plazo debería llegar a los 180 euros por tonelada, para que aquellos que contaminen paguen por el daño que realmente provocan. Como en el caso de este impuesto se trataría de impuestos al consumo en el propio país, no habría que tener miedo a poner un impuesto alto para evitar que eso haga que los productos del extranjero sean más baratos. Sin embargo, la subida del impuesto debería ser gradual, para permitir a las empresas y a los ciudadanos adaptarse a él. De esta forma, se podría empezar introduciendo un impuesto de 45 euros por tonelada en 2020, que subiese paulatinamente hasta los 90 euros en 2023, estando por tanto en niveles similares a los que debería estar en esas fechas el impuesto al CO2 francés.

Como hemos dicho antes, este impuesto sería capaz de cubrir prácticamente todas las emisiones de gases de efecto invernadero no incluidas en el EU-ETS, y por lo tanto se puede calcular que afectaría a más o menos 220 millones de toneladas de CO2 equivalente, según los datos de 2018. Esto significa que el impuesto al CO2 generaría una recaudación de unos 9.868 millones de euros en su primer año. Sumando ambos formatos del impuesto, se recaudarían aproximadamente 13.813 millones de euros en el primer año, aunque probablemente los precios al CO2 ocasionarían una reducción de las emisiones y este número sería menor. En cualquier caso, eso significaría que al final del año 2020, al repartirse ese dinero entre los 46,72 millones de habitantes de España, cada persona residente en España recibiría una Renta Básica Ecológica de unos 296 euros. De la misma forma, sin tener en cuenta las reducciones de emisiones que se producirían a lo largo del periodo, en 2023 esta Renta Básica Ecológica ascendería a un máximo de 543 euros por persona.

La combinación de ambos instrumentos podría ser un verdadero acicate para la transición ecológica en nuestro país, haciendo que se dejase de utilizar rápidamente el carbón, provocando un gran interés en la ciudadanía por promover medios de transporte sostenibles en sus ciudades como el transporte público, la bicicleta o caminar, generando incentivos para que la gente invierta en rehabilitar energéticamente sus casas para reducir su consumo de calefacción o incentivando la reducción del consumo de carne. Y lo mejor es que gracias a la Renta Básica Ecológica, el principio de que quien contamina paga, pero quien no contamina gana podría ser popular y permitirnos acelerar en esa transición ecológica que tanto necesitamos. ________________

Álvaro Gaertner Aranda es ingeniero físico.

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