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¡A la escucha!

El camino de vuelta al pueblo

Este viernes, esa España vaciada de la que tanto hablamos últimamente quiso llenar sus pueblos de un grito de ayuda. Un grito silencioso: no hubo lemas, no hubo vítores, no hubo ruido... Sólo silencio. Quisieron así, de esa forma tan representativa, lanzar su SOS, pedir un gran pacto de Estado que les devuelva la vida a sus calles. Lograr que en los parques vuelva a escucharse la risa de los niños, para que las bicis se dejen tiradas en la plaza del pueblo y molesten a quien vaya paseando, para que el olor a leña de las casas se entremezcle con los guisos cada noche a la hora de la cena. Puede que a los urbanitas que vivimos al límite cada día corriendo de un lado a otro para llegar a todo y no morir en los atascos esto nos suene muy lejano pero, sin esos pueblos, perdemos todos.

Todos tenemos un pueblo al que volver, más grande o más pequeño, donde siguen viviendo los recuerdos de nuestra infancia. A todos nuestros padres en algún momento nos llevaron a conocer donde habían nacido los abuelos, o donde habían pasado ellos mismos su infancia. A mi padre le encantaba contarnos cuando enfilábamos la recta hacia Falces cómo de pequeño hacía carreras con el autobús que llegaba al pueblo. Son recuerdos que se quedan grabados a fuego en el patio de nuestra infancia. Y que nos convierten en parte de lo que somos.

Mis hijos, que han nacido y que crecen en una gran ciudad, y que sólo vuelven a otras ciudades un poco más pequeñas para visitar a la familia, pero al fin y al cabo ciudades, más de una vez me han preguntado que por qué nosotros no teníamos un pueblo. Sus compañeros de clase cuentan muchos lunes que el finde lo han pasado en el pueblo. Y ellos escuchan, con un resquicio de envidia, las aventuras que narran de esos días en absoluta libertad: paseando por el campo, buscando moras, persiguiendo a algún conejo, quedándose hasta muy tarde en la calle con un bocata como cena... Lo que hemos hecho muchos de los que hemos veraneado en pueblos pequeños; el mío, sólo tenía 13 habitantes. Un paraíso de libertad, también para mi hermana y para mi...

Según datos del INE, el 80% de los pueblos de 14 provincias están en riesgo de extinción. Más del 50% del territorio tiene menos de 12 habitantes. Hay ya más de 1.100 pueblos en los que no tienen un sólo niño de 0 a 4 años. Y en 311 ya no hay menores de 20 años. Un envejecimiento paulatino que les aboca a su desaparición. Pero su realidad tiene muchos más matices que estos números. En el 70% de los pueblos no hay cobertura, y aunque nos pueda parecer una ventaja, no estar localizados, en su caso implica poner más barreras a su repoblación. Es impensable para un comercio establecerse en un sitio en el que su datáfono no va a funcionar: ¿cómo cobrar a los clientes en hora punta en un restaurante si no hay cobertura?. Y esto es una espiral. Sin comercios, los pueblos van perdiendo población y sin población, van perdiendo servicios. En muchos pueblos el hospital más cercano lo tienen a 100 kilómetros. Porque lo de pedir un ambulatorio o servicio médico permanente, aunque sea itinerante, ya ni lo plantean.

Y ante problemas nuevos, soluciones nuevas. En la Universidad de Zaragoza han creado el Erasmus rural, un proyecto para llevar a estudiantes universitarios a hacer sus prácticas a pueblos de las provincias cercanas. Hay todas las especialidades, abogados, médicos, graduados en historia... Realizan sus prácticas o sus trabajos de investigación en entornos diferentes, con una perspectiva diferente, la que da la sabiduría de cientos de años y que se está perdiendo con la desaparición de estos pueblos. La experiencia está resultando todo un éxito. Algunos, tras sus 3 meses de prácticas y ante la falta de trabajo en las grandes ciudades, se están planteando quedarse a vivir. Es sólo una iniciativa, pero es algo. Se necesitan más ideas como ésta para convertir el camino de vuelta al mundo rural en algo atractivo. No esperemos a que también a esto, lleguemos demasiado tarde.

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