@cibermonfi

Ni fascismo ni democracia ejemplar

No puede haber objetividad en materia política. Por la naturaleza misma de la política, basada en ideas, sentimientos e intereses, no en leyes científicas como la de la gravedad. Comienzo, pues, subrayando algo obvio: al hablar sobre la sentencia del Tribunal Supremo respecto al procés lo hago desde la subjetividad. Teniendo muy presente lo que escribió Juan Gil Albert en Drama patrio: “Sólo hablando en nombre propio logra el hombre coincidir, si no con la verdad, que resulta una meta demasiado abstracta, con la autenticidad al menos. Ser auténtico vale tanto como ser verdadero y está más al alcance de nuestra buena voluntad”.

No aplaudo ninguno de los dos hashtags, etiquetas o consignas popularizados a raíz de esta sentencia. Proclamar que #SpainIsAFascistState, la fórmula adoptada por muchos de los escandalizados por la dureza de la sentencia del Supremo, me parece una burda exageración. No lo es; de serlo la respuesta al procés habría sido decretar el estado de excepción en Cataluña, llenar de soldados y tanques las Ramblas y enviar a campos de concentración a miles de personas. Un Estado fascista, como lo era la España de Franco de 1940, fusiló a Lluis Companys.

Pero también me parece penosa la cantinela oficialista que afirma que España es “una de las democracias más avanzadas del planeta”. No lo es; de serlo habría negociado con el independentismo la celebración de un referéndum de autodeterminación en Cataluña como los que tuvieron lugar en Quebec y Escocia. Haciendo para ello una reforma constitucional si hubiera sido menester. Intuyo que, al igual que en Quebec y Escocia, el independentismo habría perdido.

España es una democracia manifiestamente mejorable. Como todas. No hay democracia perfecta para siempre jamás; la democracia es un objetivo hacia el que caminar. Y en el caso de la española, sus deficiencias, fruto de que Franco murió en el poder tras cuarenta años de dictadura y de la correlación de fuerzas existente en la Transición, son manifiestas. Una muy imperfecta separación de poderes. Un modelo territorial que no corresponde plenamente al carácter plurinacional de nuestra patria. Un sistema oligopólico y proclive a la corrupción en sectores económicos decisivos. Unos medios audiovisuales e impresos poco críticos, independientes y plurales. Una pulsión autoritaria agudizada en los últimos años so pretexto de terrorismo e independentismo.

Estoy, en cambio, muy de acuerdo con los que dicen que la sentencia no pone punto final al conflicto catalán. De ella me gusta que no haya aceptado la chaladura de calificar de rebelión violenta e insurreccional lo ocurrido en torno al 1 de octubre de 2017. Ese calificativo me parece tan perteneciente al terreno de la fantasía como el espejismo de la independencia catalana. Unos deliraron al proclamarla y otros deliraron al pretender castigarlos con la misma severidad que merecían los que el 23F entraron a tiros en el Congreso y sacaron los tanques a las calles de Valencia.

Parece que el Supremo se ha esforzado en contemplar los hechos del 1 de Octubre como ya los habían contemplado los tribunales europeos que negaron la extradición de Puigdemont; no como el golpe de Estado del que han estado hablando los exaltados de Abascal, Albert Rivera, Cayetana Alvárez de Toledo y demás caudillos del nacionalismo españolista. Pero, atención, la sentencia del Supremo, como señala, entre otros, el magistrado Joaquim Bosch, abre una puerta muy peligrosa para las libertades y los derechos de todos los españoles: la de que pueda aplicarse la decimonónica fórmula de sedición a protestas pacíficas masivas como, por ejemplo, las del 15M o la Plataforma de Afectados por la Hipoteca.

Nunca debería haberse dejado el asunto en las exclusivas manos de policías, fiscales y jueces como hizo el Gobierno del zángano e irresponsable Rajoy. Pero eso ya no tiene remedio, así que ahora, una vez que ha hablado el Supremo, comparto la idea de que, más que nunca, hay que darle una oportunidad a la vía política. Pero en muchos de los que esto afirman en las últimas 48 horas encuentro un flou artistique, una indefinición poco comprometida. Como la de esos ganadores de concursos de belleza que expresan que su principal deseo es la paz mundial.

¿Diálogo dentro del marco de la ley? De acuerdo. ¿Pero sobre qué? ¿Con qué objetivo? ¿No puede alguien dar un paso adelante y decir alto y claro que se trata de encontrar una nueva forma de encaje en el Estado español de una Cataluña que mucha de su gente ve como una nación? Quizá a través de un nuevo estatuto de autonomía en una nueva redacción federal o hasta confederal de la Constitución española, una fórmula que permitiría tanto votar a los de un lado del Ebro como a los demás. Es una fórmula posible, propongan ustedes otras.

¿Cerrar las heridas del procés? Pues sí. Me hubiera gustado que no les cayeran tantos años de cárcel a los condenados por el Supremo. Trece para Oriol Junqueras y nueve para los Jordis son muchos años; solo desde el fanatismo y el deseo de venganza pueden parecer pocos. ¿Y cómo comenzar a restañar esas heridas? ¿No cree la gente de buena voluntad que ayudaría que los condenados –que ya llevan dos años entre rejas– no pasaran mucho más tiempo privados de libertad? La misma sentencia del Supremo posibilita que no tarden demasiado en asemejarse a Urdangarin, acogido a los beneficios del artículo 117 del Reglamento Penitenciario pese a no haber cumplido la cuarta parte de su condena.

¿Y por qué no se puede hablar en voz alta de indulto? En un régimen de separación de poderes, el judicial tiene la potestad de condenar, pero el ejecutivo –aquí y en los Estados Unidos de América– también tiene la de indultar. El indulto es una fórmula usada históricamente por sistemas democráticos (Estados Unidos se lo dio al expresidente Richard Nixon) para apaciguar crisis políticas.

No desbarra Pablo Iglesias cuando recuerda que los socialistas Vera y Barrionuevo fueron indultados pese a haber cometido el crimen de terrorismo de Estado. Y también lo fue el general Armada, el del 23-F. Por el Gobierno de Felipe González.

El indulto, lo sé, nunca está exento de polémica, pero lo que yo quiero señalar aquí es que pertenece al arsenal de los sistemas democráticos. El poder judicial cumple con su obligación al aplicar la ley al pie de la letra, pero la democracia no es el gobierno de los jueces. La democracia es el gobierno de aquellos que han sido votados en elecciones democráticas, y que si adoptan decisiones que repugnan a la mayoría pueden perder su puesto en los próximos comicios, como lo perdió Gerald Ford en 1976 por haber indultado a Nixon.

Yo no me presento a ninguna elección, así que puedo decir con claridad lo que pienso. Pero no se me escapa que a Pedro Sánchez y los suyos les produce sarpullidos la mera sugerencia de un indulto a los condenados por el Supremo. Están en campaña electoral y, además, arropándose en la bandera rojigualda y escorándose a la derecha. No es una buena noticia ni para lo de cerrar heridas en el conflicto catalán ni para un posible diálogo que le busque una solución política.

Más sobre este tema
stats