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La gran paradoja del 21A: un Parlamento más soberanista, una ciudadanía menos independentista

Muros sin Fronteras

El cabreo ya está en las calles

¿Qué le pasa al mundo que se ha lanzado a las calles a expresar su hartazgo? ¿Qué tienen en común las imágenes de Hong Kong, Barcelona, Beirut, Puerto Príncipe y Santiago de Chile? Cada una esconde sus razones y sus causas, pero debajo de todas bulle un cabreo colectivo monumental contra un sistema que no funciona, o que ha dejado de funcionar en el Primer Mundo, en el que las élites económicas y políticas son incapaces de garantizar un reparto justo, o aparentemente justo, de la riqueza. Tampoco parecen capaces de evitar las consecuencias de un cambio climático galopante que no ven porque merma la cuenta de resultados. Vivimos sentados sobre un polvorín en el que el 20% del planeta consume el 80% de los recursos. ¿Dónde está la violencia?

Menos mal que Albert Rivera nació once años después del Mayo francés, un levantamiento estudiantil y obrero que puso en jaque al mundo capitalista, el surgido de la Segunda Guerra Mundial, durante un mes y tres semanas de violencia callejera y huelgas en las fábricas. ¿Qué leyes hubiera exigido aplicar contra el movimiento revolucionario más influyente de la segunda mitad del siglo XX? ¿Qué castigo a los líderes habría prometido a sus votantes? ¿Cárcel, destierro, guillotina?

Aquellas semanas francesas que conmovieron al mundo, algo menos que los diez días de John Reed en los que relató la revolución bolchevique, quedaron en un gran susto, contra el que el mundo del dinero a espuertas se ha protegido a través de dos contrarrevoluciones conservadoras, la de los años 80 de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, y la actual que nace de las crisis de 2008, la que ha despertado a la bestia xenófoba y populista de la extrema derecha.

En aquel Mayo francés hubo violencia policial, pero no muertos a causa de ella, ni contra ella. Los dos únicos fallecidos fueron por arma blanca. No se cambia un sistema injusto con flores y buenas palabras. Es necesaria una agitación mayúscula, un choque que fuerce un nuevo reparto de las cartas. En Portugal surgieron los claveles, pero colocados en los fusiles de los soldados sublevados contra la dictadura.

Haití vive desde hace meses instalada en una violencia que se muestra en las calles de Puerto Príncipe porque la desesperanza les hizo perder el miedo. ¿Hay algo más violento que la miseria constante, vivir en un país bañado en la corrupción en el que nada cambia ni cambiará? El terremoto de enero de 2010 que causó cientos de miles de muertos y una enorme destrucción también generó la solidaridad global y las promesas de ayudas para la reconstrucción, cuando en el caso de Haití deberíamos hablar de “construcción”. Se fueron los focos de las televisiones y se esfumaron las ayudas, muchas de ellas cambalaches contables para descontar una deuda exterior que nunca se iba a cobrar. Si la llamada comunidad internacional no es capaz de construir una mínima estructura de Estado en un país tan pequeño, ¿cómo lo va a lograr en Afganistán, Somalia, Sudán del Sur o República Centroafricana? ¿Sabemos cómo se construye un Estado o no tenemos intención alguna de cambiar los motores de la miseria y la injusticia de los que se nutre nuestro estilo de vida?

Hong Kong lucha en defensa de su libertad menguante frente a una China que parece observar desde la barrera mientras domina los hilos que mueven al gobierno hongkonés, y a su policía antidisturbios. Es una lucha desigual, heroica y emotiva que los estudiantes no pueden ganar a largo plazo. Nadie va a mover un dedo para defenderles mientras Pekín mantenga la ficción de la no intervención, mientras evite un nuevo Tiananmen. Ya ni siquiera es un duelo entre dos sistemas porque son el mismo: capitalismo salvaje con un Gran Hermano tecnológico que todo lo vigila y todo lo sabe. La tendencia global no camina hacia una mayor libertad, sino a una obediencia recompensada.

De Barcelona se habla menos pese a que los líderes siguen excitados ante la llamada a las urnas del 10N. Ahora que parece amainar el fuego en la calle se enciende en el Parlament con nuevos amagos de ruptura unilateral. Todos deberían hacer un esfuerzo, intelectual y ético, para dejar atrás la ficción de su relato y aterrizar en una realidad que permita el diálogo. Son esperanzadoras las imágenes de manifestantes pacíficos interponiéndose entre los antidisturbios y los violentos. En toda sociedad hay un centro de entendimiento, en el que se reconoce la existencia de otro. Es lo que acaba de decir Carme Forcadell al asegurar que faltó empatía con los no independistas.

Es el mismo camino, pero en sentido contrario el que deberían recorrer los Casado-Rivera: mostrar empatía con los que se quieren ir. Ser independentista no es un delito, es un derecho amparado por la Constitución. La sentencia del Tribunal Supremo, más allá de la exageración en las penas, no se debe a una votación simbólica que los más insensatos, como Quim Torra, llaman “mandato del 1-0”, sino a toda una arquitectura de desobediencia al Tribunal Constitucional y de violación consciente de las leyes españolas y catalanas, como el Estatut. No había mayoría de dos tercios para hacerlo saltar por los aires. El gobierno central, sea quien sea el presidente que lo ocupe después del 10N, tiene que admitir que dos millones de catalanes no se sienten representados. Solo hay una salida: Parlem.

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El motor de las manifestaciones de Beirut es la corrupción, y un sistema político surgido de la guerra civil que parece un Frankenstein metido en una camisa de fuerza. Líbano es un crisol de razas, pueblos y de culturas. Cuando todo iba bien se le llamaba la Suiza de Oriente Próximo y se envidiaba su riqueza multicultural. Cuando se desató el odio, ¡qué fácil es sacarlo a pasear!, lo que era su lujo pasó a ser su tumba. Nadie quiere regresar a aquella época. Hay miedo a que los rescoldos de la guerra de Siria acaben por encender de nuevo la hoguera libanesa. Las manifestaciones exigen un cambio real, menos mangoneo y avanzar en una democracia efectiva. Al menos conservan el humor y la célebre empatía. A una familia atrapada en las protestas con un niño asustado, los manifestantes le cantaron la canción infantil Baby Shark, convertida ya en símbolo de toda la protesta.

En Santiago se grita “Chile despertó” y “No tenemos miedo”; es la consecuencia del mismo problema: crisis y ajuste, ajuste sobre los que van más que ajustados. Todo por el aumento del precio del metro. Fue la gota de un vaso que el presidente conservador Sebastián Piñera no vio, como tampoco lo vio su gabinete. El Gobierno decretó el toque de queda en la capital y estableció un control militar de sus calles. Mal asunto para la memoria de los que soportaron una dictadura. Es la mayor crisis desde el retorno de la democracia con una clase política con la credibilidad bajo mínimos. Ante la falta de ideas, Piñera ha recurrido a la mano dura propagando el incendio social que ya se ha cobrado dieciséis vidas. Si quieren informarse sigan a The Clinic.

El descrédito de los que mandan mal se une a la hartura de los cansados de obedecer. Nadie se explica en las alturas del poder de dónde salió tanta violencia porque los mismos que se escandalizan nunca ven las causas, cuando se cocina a fuego lento entre el olvido y el abuso. Chile es un país tranquilo, más si lo comparamos con la convulsa Argentina. Hay señales de alarma globales que los mercados, tan atentos a cualquier letra pequeña que ofrezca una posibilidad de especulación y ganancia, no parecen ver. Así llegan las revoluciones. Y las involuciones.

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