Buzón de Voz

Josefa y los Franco

Josefa tiene 80 años y las arrugas externas e internas de haber nacido un mes antes de concluir la guerra civil. Este jueves, 24 de octubre, a primera hora, sin decirles nada a sus dos hijas, cogió una silla plegable y enfiló el camino del cementerio de Alcorcón (Madrid). Se sentó junto a la tumba de su marido, Anselmo, que murió el pasado mes de julio con 83 años y todas las arrugas que deja la huella de haber nacido dos meses antes de empezar la guerra civil. Josefa abrió su bolso, sacó un pequeño aparato de radio analógica y lo conectó. Quería compartir con Anselmo en directo la crónica de la salida de Franco del Valle de los Caídos.

La historia de Josefa y Anselmo no es una historia de héroes ni de mártires. No pasaron por la cárcel ni militaron en organizaciones clandestinas. Sí recuerda Josefa nítidamente el día que, ya adolescente, escuchó por primera vez el relato del susto que jamás olvidaría su padre, a quien sacaron de su casa una noche de agosto de 1936 y le obligaron a subir a un carro de bueyes junto a otros jóvenes, todos vecinos del mismo pueblo de Zamora. Los iban a fusilar en el monte, lejos de las casas, como ya habían hecho otras madrugadas con otros jóvenes y no tan jóvenes en toda la comarca. Al padre de Josefa le salvó el cura del pueblo, que convenció a los falangistas de que estaban en “un error”, que aquellos a los que iban a matar para luego hacer desaparecer sus cuerpos no eran “comunistas”.

Josefa y Anselmo, como millones de españoles, compartían las arrugas de haber crecido en la posguerra, de vivir los años del hambre y del miedo. Algunos amigos de sus padres no tuvieron la misma suerte. Esquivaron el destino de las ejecuciones y las cunetas, pero no la etiqueta permanente de ser “rojos”. Años después de terminar la guerra, fueron “reclutados” a la fuerza para trabajar en la construcción del Valle de los Caídos. Nunca más regresaron al pueblo.

Charo, hija menor de Josefa, es quien este viernes me contó lo que su madre había hecho el jueves, y lo que había llorado al saberlo. Charo tenía seis años en noviembre de 1975, aquella mañana fría en que su abuelo materno la llevó de la mano al Palacio de Oriente, a guardar cola un buen rato y a pasar luego deprisa y “casi sin mirar” por la capilla ardiente del cuerpo embalsamado de Francisco Franco. Charo recuerda que, a la salida, su abuelo le susurró: “Sólo quería comprobar que está muerto y bien muerto. Ya lo entenderás”.

Charo ha procurado transmitir a sus hijos lo que significó el golpe de Estado de julio de 1936, la obviedad de que en la guerra civil provocada por la sublevación franquista hubo buenos y malos en los dos bandos, pero sobre todo la diferencia abismal entre dictadura y democracia, entre represión y libertad, entre injusticia y justicia, entre quienes fueron venerados y homenajeados durante casi cuarenta años y quienes desaparecieron en las cunetas o murieron trabajando como esclavos en Cuelgamuros. Allí siguen sus restos no identificados.

Después de Franco, es el turno de sus víctimas

Charo no entiende (y yo tampoco) que a estas alturas alguien, desde la derecha o desde la izquierda, banalice la exhumación del dictador contaminando un acto de dignidad democrática con el ruido de una disputa electoral.

Josefa dio un respingo cuando escuchó en la radio un “¡Viva Franco!” en la explanada silenciosa y casi vacía del Valle de los Caídos, y se ha indignado al saber que alguno de los nietos o biznietos se atrevió a protestar en Mingorrubio: “¡Esto es como una dictadura!”.

Yo también me he indignado. Sin maniqueísmos, sin rencores, sin caer en provocaciones de ningún tipo, es hora de perfeccionar la democracia, lo cual incluye no dejar pasar ni una más a quienes la utilizan para burlarse de ella, o para disfrutar privilegios cuyo origen debería, simplemente, avergonzarles.

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