Desde la tramoya

Pedro y Pablo

Los socialistas vieron –vimos– con una mezcla de angustia y mucha desconfianza la aparición de Pablo Iglesias como líder de un nuevo movimiento-partido llamado Podemos. Nos sorprendió de hecho. Mientras Pablo se hacía conocido entre los jóvenes universitarios que seguían los programas de las pequeñas televisiones y se fascinaban luego con su verbo indignado en laSexta, los socialistas estábamos a lo nuestro: en un proceso de difícil ajuste interno, buscando nuestro propio líder, asustados por la enorme pérdida de credibilidad tras la crisis económica. Nosotros ni nos enteramos hasta que Podemos, para sorpresa de todos –de todos sin excepción– se hizo con cinco escaños en el Parlamento Europeo.

Aupado desde entonces por el impulso de la sorpresa y por su capacidad para conectar con la indignación popular (cuya metáfora mayor fue el 15M en la Puerta del Sol, fecha y lugar en los que Podemos no estaba nominalmente), Pablo Iglesias y Podemos comenzaron a ser una amenaza real para la hegemonía de los socialistas en la izquierda. Pablo Iglesias, más tarde, durante aquellos meses en los que las encuestas detectaban un sorpaso, se vio literalmente líder de la izquierda española, y algún día presidente del Gobierno. El PSOE temió seriamente por su futuro, aún acomplejado por la era Zapatero y azotado por todos, desde la derecha hasta la izquierda. De los primeros recordamos la infamia de la “traición a los muertos”, los insultos, las exageraciones, las acusaciones de vender al país a los independentistas, las deslealtades y los desplantes. Pero de los segundos podemos también recordar aquello de “PSOE-PP la misma mierda es”, lo de la casta, lo de la trama, lo de la corrupción…

Pablo Iglesias no pudo ser presidente porque ni siquiera el sorpaso se produjo. Y moderó sus expectativas. Que desde entonces quiso ser vicepresidente no puede dudarse. Lo pidió por sorpresa en una rueda de prensa mientras Pedro Sánchez hablaba con el rey, lo volvió a repetir el verano pasado y ahora por fin lo ha conseguido. Para sus aspiraciones, el acuerdo firmado el martes pasado es un excelente punto de partida.

Para Pedro Sánchez también lo es. En primer lugar, porque ofrece estabilidad al futuro Gobierno. Cuando el lunes todas las primeras páginas y casi todos los opinantes pensaban que el resultado electoral derivaría en mayores dificultades para el acuerdo, yo no entendía nada: con el tiempo ya apremiando como una bomba de relojería, con un PSOE y un Podemos más humildes, con Ciudadanos casi desapareciendo, con el procés ya sentenciado y con la derecha y la ultraderecha fuertes, resultaría mucho más fácil, me parecía a mí, conformar una mayoría para la investidura.

En segundo lugar, el preacuerdo con Unidas Podemos es positivo para Pedro Sánchez porque de inmediato constata la identidad netamente progresista de su futuro Gobierno, frente a un fuerte bloque en la derecha, ahora ya inevitablemente unida por las circunstancias. El coste del acuerdo podría ser una mayor polarización de la política española, pero en el contraste con el PP (y ahora con Vox casi al unísono), el PSOE se mueve mucho mejor que en el pasteleo con su adversario histórico. Es innegable que los cuadros socialistas se entienden bien en su rivalidad con los populares. Como cada cual corre por su calle desde hace 40 años, se conocen y se respetan.

No sucede lo mismo con los cuadros de Podemos, porque ambos invaden el espacio de competición del otro, y eso genera desconfianza. Pero en lo que tiene que ver con el programa político –excepción hecha de los asuntos territoriales y de algunos matices económicos– Unidas Podemos y el PSOE coinciden en buena parte. Si Pablo Iglesias no se deja llevar por el ímpetu y respeta como ha prometido las posiciones de Pedro Sánchez en cuestiones como Cataluña, Europa y la seguridad interior, es muy probable que las iniciativas legislativas y ejecutivas vayan más o menos rodadas.

Y en tercer lugar porque ambos son indiscutiblemente dos líderes asertivos y valientes. Y cuando dos personas asertivas se juntan, ya se sabe lo que suele pasar: o bien son capaces de generar una energía transformadora y positiva a su alrededor, o bien terminan a tortazos.

Me da la sensación de que esas cualidades personales han condicionado mucho las relaciones entre ambos. Uno de Vallecas y otro de Chamartín, uno más gamberro y otro más modoso, pero Pablo y Pedro, Pedro y Pablo, son dos líderes temperamentales y decididos, audaces y resistentes. Ninguno de los dos cuenta con el aplauso unánime de sus respectivas parroquias, ni con una trayectoria nítidamente creciente. Pero sí con tesón e inteligencia políticas sobradamente contrastadas. Esperemos que sean capaces de concitar el apoyo, o al menos el permiso –que ellos sentirán casi obligados– de quienes temen una vuelta de la derecha más montaraz.

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