Desde la casa roja

Desde la Casa Azul*

Escribo este texto mientras viajamos hacia el Golfo, la que según dice la prensa es hoy una de las zonas más violentas del país. Atravieso su centro oriental con Jorge, a quien conocí hace casi veinte años en Alemania. Quince han pasado desde la primera vez que aterricé sobre el valle del Anáhuac para ir a visitarlo. Era de noche y aquella extensión de luces como alfileres brillando sobre los cerros. Aquel asombro primero por todas sus casas de tezontle en la ciudad, de cemento gris destartalado trepando sus laderas. La leña y el copal. Teotihuacán. El millón de changarros. Todo el gran caos.

Han pasado quince años y cuatro gobiernos, hace un temblor de la tierra, hace algunos disparos, hace una juventud entera desde aquella mañana de 2004 en la que el hombre que ahora va dormido mientras nos acercamos al volcán de Orizaba subió el volumen de la radio: varias bombas habían explotado en algunas estaciones de tren en Madrid. De aquí y de entonces conservo un periódico que decía: fue Al Qaeda, blanco sobre fondo negro luto, mientras que en Madrid el Gobierno de Aznar seguía acusando al terrorismo de ETA. Desde aquí asistí por televisión a las manifestaciones bajo la lluvia; a mi teléfono apagado llegaba aquel “pásalo”. Las cosas desde afuera tienen a veces más luz y a veces más tinieblas.

Nunca hasta entonces había querido venir a México y cuento con los dedos que he regresado casi una decena de veces. Que viví justo aquí, en este rincón verde de su mapa. Pero hacía seis años que no pisaba el país. Porque de todas las casas y de todas las cosas que nos han transformado en este tiempo, una me ha atravesado el cuerpo entero y más adentro: ahora tengo un hijo. Venir a México esta vez significaba, sobre todo y al contrario de todas las otras veces, regresar de México. Buscar un alebrije de colores. Fijarme en sus niños recorriendo las sendas del Templo Mayor. Dormidos dentro de los rebozos de sus madres. Llevar las cuentas contrarias de los husos horarios.

Y llegué con una maleta llena de miedos pequeños y grandes. Dice el escritor Juan Trejo en La barrera del sonido (Tusquets, 2019), un libro que repasa, a través de sus viajes, su propia vida y su propia literatura, que cuando tuvo hijos una nueva dimensión del terror se abrió paso bajo sus pies. Explica que al convertirte en padre (o madre) descubres una nueva intensidad del miedo, “una emoción que se convierte en una sombra gris que se cierne sobre tu mundo al completo”.

Así llegué hace unos días, con la asunción íntima del gran relato macabro de las noticias. Desconocí el país que había habitado una vez. Me creí realmente que era una coordenada fallida. Escribí varias cosas sobre él sin entusiasmo y sin conocimiento. Realmente llegué a cuestionar si debía venir contra todo ese aluvión de palabras sobre las muertes, los ejecutados, sobre las fosas, las balaceras.

Lo deshumanicé.

Leo en el trayecto Desierto sonoro (Sexto piso, 2019), de la mexicana Valeria Luiselli, mientras descendemos entre la niebla las cumbres de Maltrata hacia Córdoba. Cuando ya nos esperan los amigos en la estación de los autobuses de Oriente. Cuando ya está listo el café y el abrazo. Escribe: “Hay hombres que llegan como una catástrofe natural, luego se marchan”. Así pasó por mí el huracán de este país. Algo quedó arrasado, luego limpio, luego claro. Hay ciudades que contienen adentro un imán. Hay territorios en los que parece que uno estuvo antes durante otra vida entera. No se puede resumir un país como este tan solo por su tragedia.

Me salvé de México una vez, pero parece que no me salvé entera. Algo de mí continúa perdido en algún lugar, frontera adentro.

* Llaman Casa Azul a la casa de Frida Kahlo en Coyoacán, Ciudad de México. También resultó ser azul la casa donde pasamos la tarde todos juntos en un rincón salvaje de Fortín de las Flores.

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