Desde la tramoya

Disparates en torno a los ERE

Los hechos probados de la sentencia de los ERE explican que la Junta de Andalucía cambió los procedimientos para la adjudicación de ayudas a 77 empresas en dificultades, para que fueran supuestamente más ágiles, lo que evitó el control de la Intervención General y provocó el descontrol de parte de los fondos. De ese descontrol se beneficiaron 103 intrusos, que aprovecharon para cobrar por la cara del dinero público, sin haber trabajado en ocasiones en las empresas receptoras de las ayudas.

Entre los hechos probados no hay ni una sola señal de que Pepe Griñán se embolsara ni un solo euro ajeno, ni que le guiara la mala fe en favor de amiguetes, ni que persiguiera mal para nadie ni beneficio propio.

No puedo entender que a Griñán se le envíe a prisión seis años por esos hechos. Tampoco puedo entender que eso le ocurra a Carmen Martínez Aguayo, una doctora que fue nombrada consejera por su experiencia modélica en la gestión de los hospitales andaluces. Ambos son, como atinadamente se les ha descrito, un hombre bueno y una mujer buena, de austeridad y principios conocidos por sus amigos y por sus conocidos —entre los que orgullosamente me encuentro en el caso de Griñán—. Creo firmemente que también es honorable Manuel Chaves y algunos otros condenados, pero no tengo la constancia irrefutable que sí tengo de los otros dos. Además, Chaves y otros no pisarán la cárcel, que es al menos un cierto consuelo.

Y luego está la infamia, la mala fe y la bajeza moral de quienes inventan argumentos de consumo rápido y fácil. Como los mentirosos que rápidamente se prestan a hacerle el trabajo al PP para afirmar que se trata del "mayor caso de corrupción de la historia de España". Mienten porque saben que de los 680 millones de euros que se destinaron a las ayudas en los expedientes de regulación de empleo (prejubilaciones, sobre todo), solo se ha constatado un centenar de casos fraudulentos.

Solo en prejubilaciones hay unos 6.000 beneficiarios de las ayudas. Gente real, que había trabajado en empresas reales y que tenía necesidades reales en aquel momento. El porcentaje de fraude es mucho menor que el 15 por ciento que se estima en casos fraudulentos, por ejemplo, en el sistema estatal de subsidios al desempleo. Trabajadores que hacen chapuzas mientras cobran del erario público, falsos desempleados, falsos jubilados... Sería ridículo imputar y condenar a la ministra de Trabajo por esos fraudes, y sería malvado afirmar que como hay un 15 por ciento de fraude, los miles de millones de euros dedicados a la atención social a los parados o los jubilados constituyen la mayor red de corrupción nunca jamás descubierta en el mundo. Sería un disparate.

Es un disparate también penalizar la responsabilidad política. Y es un salto cualitativo en la jurisprudencia temerario y lamentable. Mandar a Griñán a la cárcel por 100 fraudes en los ERE andaluces porque se omitió el control de la Intervención —con la intención reconocida por el Tribunal de agilizar el reparto de ayudas— es aplicar un principio que nuestros tribunales nunca habían aplicado: que la responsabilidad política es también responsabilidad penal. Que como Griñán falló al vigilar (in vigilando en la jerga jurídica), es responsable penal de los fraudes provocados por sus decisiones, que fueron por cierto avaladas por el Parlamento andaluz, con el apoyo del Partido Popular.

Es decir, mienten porque afirman que ese dinero se destinó todo él al fraude. Es mentira. Una mentira sin paliativos de quien lea tan solo los titulares de las noticias. Del dinero de aquel fondo la mayor parte se dirigió a empresas con trabajadores reales en empresas reales y con dificultades reales. Prejubilados que encontraron en la acción de la Junta un fondo para poder vivir. Y luego, además, hubo un centenar de posibles estafadores.

Mienten quienes afirman que esto es el mayor caso de corrupción política de nuestra historia. Porque esto nada tiene que ver con una trama delictiva destinada a financiar ilegalmente a un partido y que enriquecía a sus responsables. Nada que ver con un asunto, me refiero obviamente al caso Gürtel, que implicaba adjudicaciones a dedo, enriquecimiento personal, pago de sobresueldos, financiación ilegal del PP y tropelías similares.

La simple comparación de Pepe Griñán con Esperanza Aguirre, por poner un ejemplo, a mí me parece disparatada. Porque todo apunta —presuntamente, por Dios, no se vaya a querellar alguien contra mí— que la segunda favoreció a una pandilla de amiguetes y corruptos sentenciados —como sus lugartenientes Nacho González y Francisco Granados— que se forraron a cuenta de sus negocios ilegales y ocultos, que también beneficiaron al PP. Y por eso ni siquiera me atrevería a decir que mereciera cárcel. Y enviarla a prisión sin que se demostrara enriquecimiento personal o financiación ilegal de su partido autorizada explícitamente por ella, sería para mí una decisión judicial muy peligrosa. Que daría a los tribunales capacidad inusitada sobre la acción política.

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La sentencia de los ERE deja bien claro que los responsables máximos de la Junta de Andalucía cambiaron un sistema de subvenciones para darle más agilidad, y da por demostrado que Griñán y Chaves sabían que se estaban saltando los controles. Mal hecho. Los propios condenados lo han admitido. Pero enviar a Griñán a prisión por eso me parece un disparate.

No quiero pensar que ese Tribunal se haya dejado llevar por un espíritu de venganza tras décadas de Gobierno socialista en Andalucía, y que haya querido apuntillar desde su poder de juzgar el fin de una era de gobiernos progresistas. No lo quiero pensar, pero a veces no veo motivo para pensar en otra cosa.

Deseo que ni Esperanza Aguirre, ni Pepe Griñán, ni ningún otro político, me guste a mí más o menos, se convierta en rehén de relaciones de poder o de idelogías, a veces posiblemente escondidas bajo una toga.

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