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Qué ven mis ojos

Un cuento de navidad en el que gana el lobo

“No hay peor cobarde que aquel que acaricia al monstruo que lo devora”

En las películas de miedo hay una ley que dice que el monstruo asusta más cuanto más tiempo se mantenga oculto: la expectación por saber quién o cómo se nos mantiene clavados a la butaca del cine y le añade más gasolina al fuego de la intriga. En el mundo real, si es que tal cosa existe, ocurre lo mismo, pero con otros fines: a este lado de las pantallas, no quieren entretenernos, sino embaucarnos, y el lobo del cuento se hace pasar por nuestro amigo, se nos mete en casa disfrazado de mascota doméstica, de perro abandonado bajo la lluvia; así que le damos cama y alimentos y cuando se ve lo suficientemente fuerte, nos devora. Su nombre de guerra es Neo, de neoliberalismo; es un animal mágico, cuyo esqueleto está hecho de números en lugar de huesos, y una de sus características es que con cada paso que da, el camino que pisa retrocede, vuelve al pasado.

Algunos ejemplares se mueven por Estados Unidos desde hace tiempo, los soltó por los bosques del país Ronald Reagan, y han ido devorando lentamente, pero sin pausa ni piedad, la democracia, avanzando en manadas cada vez más grandes, porque al igual que sucede con los vampiros y los zombis, sus presas se convierten en ellos cuando los muerden y se beben su sangre, así que no pararon hasta llegar a los pies de la estatua de Lincoln, en Washington, y entrar en la misma Casa Blanca. Hoy, uno de ese grupo de pioneros y conquistadores es el presidente de la nación y los suyos lo jalean, disfrazados de humanos, porque esa es otra de sus cualidades, que pueden adoptar la forma de aquellos a los que devoran.

En Europa, entraron al continente por Londres, les abrió la puerta una primera ministra llamada Margaret Thatcher, de la que decían los eslóganes con los que fue aupada al poder que era una política que no le gustaba a nadie pero convenía a todos. Se movieron de norte a sur, llevándose por delante a cualquiera que les hiciera frente, y amparados en una droga llamada “información” que algunos de sus miembros, infiltrados en periódicos, radios y cadenas de televisión, adulteraban en sus laboratorios y luego dejaban caer en el oído de quienes los escuchaban o los ojos de quienes los leían o miraban. Narcotizadas, las masas los seguían, eran su sustento y ondeaban su bandera, una tela blanca que las astutas y cínicas alimañas teñían de rojo con la sangre de sus víctimas.

Por España se expandieron desde la calle Génova, en Madrid, por todo el territorio nacional y a estas alturas ya se han comido a muchos de quienes los acariciaban o los usaron para asustar a sus enemigos: “Enséñales los dientes y huirán”, les decían, sin saber que muy pronto, en cuanto les diesen la espalda, dejarían de ser sus dueños para convertirse en su comida. Hoy, ellos también están a sus órdenes y también están asustados.

La invasión de Latinoamérica fue por los cuatro puntos cardinales. Sus primeros bastiones los establecieron en Colombia, enmascarados de gobernantes que luchaban contra el veneno del narcotráfico; poco después, se hicieron con el control de las instituciones en Nicaragua, en esa ocasión vestidos de guerrilleros, y llevan años gobernando con mano de hierro; más adelante pasaron a Venezuela, para demostrar que a veces el remedio y la enfermedad son, como mínimo, igual de malos; a continuación se hicieron con el poder en Brasil, donde actualmente destruyen las selvas de la Amazonia y los derechos de los ciudadanos con la misma voracidad. Y en estos momentos tratan de hacerse con el control en Chile y en Bolivia, y van a por Perú. Un ejército espectral recorre el planeta, y quien mira a los ojos de sus soldados o se deja hipnotizar por los cantos de sirena de sus generales se transforma en otro de sus esclavos.

Los focos de resistencia se van organizando y ya hay pequeños núcleos que se atreven a hacerles frente, para lo cual ni siquiera hace falta tener valor, basta con no ser cobardes. Tratar de combatirlos con sus propias armas, ya ha quedado claro que es un suicidio: ellos te prestan el puñal y tú mismo te lo clavas en el corazón. Tratar de negociar con ellos es igualmente una pérdida de tiempo: son traidores, matan a los mensajeros, se calientan prendiéndoles fuego a las leyes y disparan contra cualquiera que saque una bandera blanca, porque su negocio es el conflicto y porque no quieren aliados, solo siervos.

Su sistema es conservador, dicen, tradicional, lo que sobre el papel significa que su modelo es piramidal y que los que cargamos las piedras de las pirámides somos nosotros. Sólo le temen a una cosa: la igualdad; les aterroriza que la gente reciba Educación, acceda a la Cultura o disfrute de atención médica, porque eso nos hace peligrosos. Si les hablas del Estado del Bienestar se retuercen y escapan, igual que cuando le enseñas un crucifijo al conde Drácula o una bala de plata al Hombre Lobo, con la diferencia de que aquí el crucifijo está de su parte. Y en Chile, Bolivia o Colombia, la bala, de momento y una vez más, también. Es de nuevo la misma pesadilla. Hay que despertar y vencerlos. Si no, el cuento acabará mal.

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