Desde la casa roja

Falsa diatriba de la identidad

Eres muy española”, me soltó una noche cansado de hablar en mi lengua materna. La verdad es que hasta que no viví con él, entonces un chico de Valls, Galway del 2005, nunca jamás había reflexionado sobre mi identidad nacional. No hubo reacción. ¿Que soy qué? Primero, pude leer cierto desprecio que no entendí, toda la ingenuidad, y después he podido valorar la diatriba que me plantó delante: ¿lo era mucho o poco o no lo era en absoluto? Yo no tenía ningún conflicto con el país en el que azarosamente me había tocado nacer hacía veinticuatro años. Ahora tengo algunos más, conflictos y años. No había mirado hacia atrás y mucho menos hacia delante, tampoco hacia dentro o hacia fuera, en términos de identidad estaba conectada con la porción de tierra que mis fronteras delimitaban de forma antinatural.

Pero, ¿era cierto? ¿se forjaba entonces mi cosmovisión –que diría él– a través del filtro de mi nacionalidad? Creo que no.

La pregunta persiste: ¿eres español –muy español– o todo lo contrario? Respondiéndole, si es que no lo supiera a estas alturas, si es que no hubiera podido conocerme mejor después, le diría que ahora mismo soy (y exagerando) de mi casa. Como entonces lo era de la nuestra, desplazados los dos temporalmente y subvencionados por nuestras familias para aprender inglés. Aunque no aprendimos nada y nos llovió todo encima.

Pero la españolidad se ha convertido en una voz que ondea banderas y grita con estruendo. Se ha resumido equivocadamente a una especie de avatares rojigualdos que, a veces, consiguen que las cosas vayan más allá de la raya de lo democráticamente permisible. Por suerte, no tenemos letra para el himno con la que tocarnos el corazón en los momentos de Estado. Todo el ruido de la idea de España y por España, continente y contenido, tiene que pesar mucho porque a ella se han arrojado unos cuantos millones de votos y por ella estamos metidos en un oscuro callejón. Ni la memoria común y reparadora de nuestro pasado ni la construcción de un país donde se respeta, incluye o se reconoce al otro parecen formar parte de este concepto identitario y agitador que hoy padecemos.

Por eso, cuando me envían desde Euskadi o Catalunya mapas de las últimas elecciones con sus orgullosos espacios libres del verde chillón, de esa tercera fuerza política y de extrema derecha y a la que no sé cómo estamos acostumbrándonos estando sostenida en una ideología peligrosa, siento el agravio de quien me señala diciendo: entiende que no somos como vosotros. Vosotros votáis así. Nosotros no. Como si ese “nosotros” del que supuestamente formo parte quisiera o consintiera o, es más, se mereciera la representación de este partido.

La derecha y la extrema derecha construyen su nacionalidad de forma excluyente. Un concepto que se erige más contra los que dejan fuera que por los que permiten que nos quedemos dentro. Y ahí es donde se me incluye, desde dentro y desde fuera, sin preguntarme si quiero formar parte de esa idea de país. Y es ahí también donde se produce mi desconexión de todos los símbolos, de todas las emociones y los sentimientos nacionales. Es justamente ahí donde me gustaría pedir que se reconozca que hay otras formas de ser o estar aquí.

¿Necesitamos realmente identificarnos con una identidad nacional? ¿Estamos dispuestos a saber qué significa “nosotros”? ¿A qué se refería Gabriel Rufián el otro día en televisión cuando decía que no quería renunciar a Rosalía (supongo que de Castro), a Machado o a Alejandro Sanz? ¿Debo asumirlos yo como propios por haber nacido adentro de mis fronteras? ¿Debo renunciar sin embargo a Pla, a Marsé o a Serrat? ¿A Faulkner, Virginia Woolf o Kavafis? ¿A todos los autores, a toda la música que sí forma una parte de forma muy clara de quién soy?

¿No genera esta definición algunas de las discusiones más baldías?

Buscando 500 libras

Buscando 500 libras

Si ahora mismo estuviéramos sentados en aquel salón irlandés, con la lluvia y el río y todas aquellas casas de colores de la bahía afuera, lejos de nuestros territorios, y mi amigo volviera, cansado, a decirme que soy muy española (aunque sé que hoy ya no lo haría, ni por mí, ni por él) sabría qué responderle: no, todavía no. Espero serlo alguna vez. Pero tampoco pasará nada si, finalmente, habito en la frontera apátrida de los que se quedan sin saberlo.

Pensarse es un ejercicio de autocrítica agotador e infinito. Acabo con esto de James Joyce, escritor irlandés, en Retrato del artista adolescente. “Cuando el alma de un hombre nace en este país, se encuentra con unas redes arrojadas para retenerla, para impedirle la huida. Me estás hablando de nacionalidad, de lengua, de religión. Estas son las redes de las que yo he de procurar escaparme”.

 

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