Desde la tramoya

Primavera latinoamericana

Latinoamérica parece estar explotando. A la secuencia de estallidos locales se la ha llamado “octubre rojo” o “primavera latinoamericana”. Las chispas han sido diversas. En Santiago de Chile, la subida de 30 pesos del billete de metro. En Ecuador, el aumento repentino de los precios de los combustibles, controlados por los subsidios gubernamentales. En Bolivia, el fraude electoral que hizo perder las elecciones a Evo Morales. En Colombia, el “paquetazo” de medidas neoliberales del presidente Iván Duque.

No hablamos de Nicaragua o de Venezuela, que son dos dictaduras y están a punto de ser dos estados fallidos. El caso venezolano, además, aporta mayor complejidad al problema, porque tanto Colombia como Ecuador son receptores de los 5.000 venezolanos que cruzan la frontera cada día en un exilio solo comparable al sirio, sin guerra ni desastre natural ni ningún otro motivo que no sea la ineptitud de Maduro para mantener la economía del país.

Sea por un motivo o por otro, la gente ha tomado las calles. Y no precisamente en paz. Han quemado coches, han atacado a la policía, han saqueado negocios y han intentado ocupar los lugares en los que habitan los demonios, que son los parlamentos, los bancos, los palacios, las sedes de los medios. Ha habido muertos en todos los casos. Unos 30 en Chile y otros 30 en Bolivia. Al menos ocho en Ecuador y otros siete en Colombia. Las revueltas tienen un contenido claramente social y reivindicativo. Y van más allá del precio de la gasolina, del billete de metro o de la cesta de la compra. Son una genuina manifestación de pulsiones latentes en la población, muy parecidas a las que originaron en Europa movimientos y partidos como Syriza o Podemos.

Aunque cada país guarda algunas peculiaridades locales, son tres las palancas que parecen estar moviendo la protesta. En primer lugar, la percepción de una enorme injusticia social. Los países de América Latina se sitúan en los puestos de cola en el ranking de la desigualdad. Pasear por las calles de los centros de Santiago, Quito, Bogotá o incluso La Paz, con sus restaurantes plenamente homologables a los de Madrid o París, y luego contrastar con la impresionante pobreza de los suburbios, basta para comprender la indignación popular.

La segunda causa compartida es la impresión colectiva de una corrupción endémica entre las elites, especialmente las políticas. Y la tercera, derivada en parte de las anteriores, una desconfianza generalizada con respecto de la política y los políticos. Latinoamérica, también con algunas diferencias entre países, puntúa muy alto en desafección, con tres tercios de la población, aproximadamente, que dicen no confiar en la política.

De seguir un patrón similar al europeo, estos movimientos semirrevolucionarios, en buena parte repentinos y horizontales, con un liderazgo muy difuminado y que se organizan bien gracias a las redes sociales, deberían con cierto tiempo generar nuevos protagonistas, que podrían incluso convertirse en personajes de las respectivas políticas nacionales. Iglesias, Tsipras, Melenchon o Grillo son resultado de la indignación por la desigualdad, por la corrupción y por la percepción de inoperancia de la vieja política. Igual que en Latinoamérica. Esa es una posibilidad.

Pero también hay otra, compatible con la anterior: de seguirse el mismo patrón allí que aquí, basta mirar cómo son años después los parlamentos europeos, con una fuerte presencia de la extrema derecha. En Brasil ya gobiernan los fascistas. En Bolivia, interinamente, también. Si los moderados latinoamericanos –de derecha o de izquierda– no son capaces de hacer las reformas necesarias para reforzar el papel del Estado, para luchar de verdad contra la corrupción y para fomentar la igualdad y la justicia social, entonces lo más probable será que buena parte de la población se sienta atraída por la narrativa ultranacionalista, autoritaria y racista. Las revueltas están anunciando que tal fatalidad podría llegar pronto.

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