Qué ven mis ojos

Lo que se oculta a este lado de las líneas rojas

“Antes de contratar al restaurador, asegúrate de que no ha roto la estatua con sus propias manos”

Como aquí hacer política significa que la mano de quien habla no sepa o no quiera saber lo que dice su boca, uno de los mantras que los líderes y subjefes de cualquier partido repiten hasta vaciarlos de sentido, porque a base de remachar un clavo se le desfigura y porque lo que se oye una y otra vez se deja de escuchar, es el de la Transición y su espíritu de concordia para buscar acuerdos y en ocasiones renunciar a algunos de los intereses propios en nombre del bien común. Todos alaban aquel ejemplo, pero ninguno lo sigue, y la imagen que define como ninguna otra esa hipocresía es la que ellos mismos han pintado en el suelo por donde pisan: las tristemente célebres líneas rojas, aunque últimamente les ha dado por llamarlas cordones sanitarios.

Una expresión de doble filo, porque se inventó para definir cualquier barrera que aislase del resto de la población a quienes sufrieran una enfermedad contagiosa y se usó para reflejar la táctica de aislamiento de la Unión Soviética tras la Primera Guerra Mundial y como disculpa de Francia para debilitar e invadir España en el siglo XIX, usando como disculpa la epidemia de fiebre amarilla que asoló Barcelona, pero cuyo verdadero fin era evitar que se extendieran por Europa las ideas reformistas de nuestra Constitución y, en último término, ocupar militarmente el país y restablecer la monarquía absolutista. “Nada es lo mismo, nada / permanece. / Menos / la Historia y la morcilla de mi tierra: / se hacen las dos con sangre, se repiten”, escribió una mañana que se levantó con un humor silvestre el maestro Ángel González.

Lo bueno de las líneas rojas y los cordones sanitarios, para quienes las trazan y los imponen, es que ellos se los pueden saltar cuando les conviene para estrechar lazos con el antiguo rival y hacer un buen negocio con él, mientras que los demás quedan maniatados. Si esta gente es buena en algo, es dejando atrás a quienes los siguen. Así que unos se reparten el pastel y otros miran las tartas del escaparate.

Y como el cinismo es un humo que todo lo intenta ocultar, pues se usa a discreción. El alcalde de Madrid, sin ir más lejos, lo primero que hizo fue intentar cargarse las medidas contra la polución de su antecesora, pero ahora que le llega una cumbre interesante a la ciudad, la define en sus redes como “una de las grandes capitales verdes de Europa y del mundo” y ondea su “compromiso (…) en la lucha por el medioambiente y la calidad del aire”. Y añade: “Tenemos que conseguir cerrar el círculo iniciado en Kioto, seguido por París y lograr un acuerdo de Madrid determinante para el futuro y el cuidado del medioambiente.” Si tomamos ese a Dios rogando y con el mazo dando como indicio de lo que piensan nuestros dirigentes de nosotros, dan ganas de apagar la luz, cerrar la puerta y echar a correr.

Porque si lo que combatió el espíritu de nuestra Transición fue el egoísmo, ¿qué propician esas líneas rojas y cordones sanitarios? Cuando de lo que se habla es de aislar las ideas antidemocráticas y colindantes con el fascismo -aunque sea en una versión adaptada a la era de internet- de un grupo ultraderechista o defensor del terrorismo, se puede discutir. Pero el problema es que la moda, entendida como sustituto de las ideologías, se ha extendido y ahora ninguna formación sale a la calle sin una caja de sus tizas de colores, dispuesta a establecer una frontera con el primero que pase, dado que eso es lo que le va a dar, en su opinión, una apariencia de estadista. Mala cosa, que quieran destacar no por lo que logran sino por lo que impiden, no por lo que sueldan sino por lo que rompen.

Repito la pregunta: ¿qué se esconde a este lado de las líneas rojas? Más mentira que verdades; más ambición que solidaridad. A este lado de las líneas rojas está escrita una sola palabra: yo.

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