Si se trata de instalar un eje de debate público o de fijar un asunto en el imaginario colectivo, por alejado que el contenido esté de la realidad,
las fuerzas políticas conservadoras y sus potentes altavoces mediáticos siguen ganando por goleada. Un mes después de las últimas elecciones, este miércoles ha concluido una
nueva ronda de contactos del rey para encargar gobierno y prácticamente
todos los focos han seguido volcados en la inminente ruptura de España y la rendición total de Pedro Sánchez al independentismo. Si diéramos verosimilitud a las alarmas lanzadas desde el PP y Ciudadanos, tendríamos que concluir que
en este país hay muchos más “sediciosos”, dispuestos a deslegitimar el orden constitucional, que los dirigentes catalanes condenados por el Supremo. Me explico (o al menos lo intento).
Las conversaciones en marcha entre el PSOE y ERC no surgen por esporas ni obedecen a una conspiración ilegal ni al capricho de nadie: son
consecuencia de los resultados de las elecciones del 10 de noviembre, tras las que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias logran un preacuerdo inmediato que el electorado progresista (mayoritario) hubiera deseado tras el 28 de abril y que necesita otros apoyos y la abstención total o parcial del independentismo para desbloquear la gobernabilidad. A cada cual le puede parecer mejor o peor el tablero político multipartidista, pero lo que no debería negar ningún demócrata es la legitimidad del mismo.
Sostiene el PP, por boca de su portavoz parlamentaria
Cayetana Álvarez de Toledo, que el momento político actual es
“más difícil que cuando ETA mataba”. Nadie la desmiente en su partido, pese a que cualquiera que
escuche a Consuelo Ordóñez (hermana de un concejal del PP asesinado por ETA) entenderá fácilmente por qué las barbaridades de Álvarez de Toledo
ofenden a la dignidad de las víctimas y a la inteligencia de la ciudadanía. Y por incómodos que algunos se sientan en las filas del PP (
ver aquí), lo cierto es que Pablo Casado sigue jugando frívolamente a “poli malo, poli bueno” con su mano derecha en el Congreso. Hay quien adjudica esta estrategia a la aparición de Vox y al intento de frenar desde la hipérbole permanente a esa extrema derecha nacida en el propio seno del PP. Conviene recordar que
la táctica de deslegitimar cualquier victoria de la izquierda en las urnas viene de muy lejos. Repasen si no la primera reacción de Javier Arenas en 1993, cuando el PSOE venció por la mínima y hablaron de pucherazo; o la campaña infame (política y mediática) de 2004 tras los atentados del 11-M, o aquella frase de Ángel Acebes que hoy firmaría Álvarez de Toledo cambiando un solo nombre:
“El proyecto de José Luis Rodríguez Zapatero es el proyecto de ETA”; o aquellas manifestaciones y pancartas tras las que desfiló Mariano Rajoy después de volver a perder las elecciones de 2008, proclamando que el Gobierno socialista había pactado ya con ETA
la "entrega" de Navarra al País Vasco…
Todo esto ya lo hemos vivido, aunque no aprendemos. Los mismos que ahora comparan a ERC con ETA, banalizando el terrorismo como han banalizado previamente los términos “golpe de Estado” o “dictadura”, fueron
capaces de poner todas las zancadillas posibles al proceso de paz en Euskadi que acabó con la derrota de la banda terrorista. Y nunca han reconocido aquel error. Al contrario, aún hoy escuchamos a Rajoy
presumir de “la disolución de ETA” bajo su gobierno. Como si no hubieran existido Zapatero, ni Egiguren, ni Rubalcaba ni… sí: ni aquellos que decidieron
rechazar para siempre las pistolas y dedicarse a hacer política, como fue el caso de Arnaldo Otegi. Reconocerlo no resta un ápice de dignidad a la memoria de las víctimas ni a la culpabilidad de sus verdugos.
Desde el mismo día en que se anunció el
preacuerdo entre el PSOE y Unidas Podemos venimos asistiendo a la
deslegitimación de cualquier posibilidad de un gobierno de izquierdas. Se amagó primero con la supuesta amenaza de un Ejecutivo “socialcomunista bolivariano”, pero costaba mucho imaginar tal vía cuando en el propio texto de ese acuerdo se firmaba el compromiso de condicionar las “prioridades en políticas sociales” con el
cumplimiento de la “responsabilidad fiscal” dictada desde Bruselas. Así que había que volcar todo el apocalipsis en la necesidad de una abstención independentista. Primero se dijo que era a cambio de conceder la amnistía de los presos, que
estarían “en casa por Navidad”. Este mismo miércoles los órganos penitenciarios encargados de clasificar a los presos han aplicado la misma norma que a cualquier otro (
ver aquí). Después se trataría de
conceder a Cataluña el derecho de autodeterminación, como si (aunque quisiera) el Gobierno o el PSOE o Unidas Podemos tuvieran la potestad de hacerlo. Como van sucediéndose las reuniones y no aparece esa pronosticada cesión, hemos llegado al punto dramáticamente disparatado de poner de nuevo en primer plano el fantasma de ETA.
Con todo este bochornoso ruido, logran las derechas y sus altavoces mediáticos un objetivo que no es baladí. Parecemos olvidar, por ejemplo, que
los diez votos afirmativos de Ciudadanos bastarían para desbloquear la gobernabilidad y evitar toda “dependencia” del independentismo. Si tan seguros están de que con esa negociación abierta peligra la unidad de España,
¿no deberían evitar ese riesgo por simple patriotismo? ¿Alguien imagina de qué se habría hablado este miércoles y jueves y viernes... en todos los telediarios si la ruptura de España dependiera de verdad y exclusivamente de la decisión de diez diputados de un partido de izquierdas?
Pero no. Inés Arrimadas y lo que queda de su partido tras el giro extremista encabezado por Albert Rivera no contemplan ese gesto, por mucho que les permitiera recuperar la función de bisagra para la que supuestamente nació.
A lo más que se prestan es a compartir la responsabilidad con un PP cuyo líder ya dijo la misma noche del 10N que era “incompatible” con Pedro Sánchez. Pablo Casado aspira a fagocitar esos restos de Ciudadanos y al mismo tiempo competir con Vox en el uso de la hipérbole, el catastrofismo y la desinformación, sin advertir que en esa batalla tiene todas las de perder con los de Abascal (mucho más creíbles si se trata de dar patadas al tablero político desde el nacionalpopulismo).
Tienen perfecto derecho tanto el PP como Ciudadanos a ejercer la oposición y no facilitar la investidura de Sánchez. Es más, quienes defendimos en 2016 que la abstención del PSOE no era lo más saludable para la calidad democrática porque ponía en serio riesgo la capacidad de alternancia en el sistema seguimos argumentando las mismas razones para mantener que
un gobierno de Sánchez dependiente del PP sería garantía de inestabilidad permanente (y de autodestrucción del PSOE).
A lo que no tienen derecho los gurús políticos y mediáticos del apocalipsis es a una especie de
“sedición constitucionalista”, a inventar falacias para deslegitimar un gobierno con apoyos parlamentarios suficientes. Demuestran además un enorme desprecio y desconfianza hacia el propio sistema democrático y sus instituciones, puesto que, incluso en la hipótesis de que alguien estuviera dispuesto a sobrepasar la legalidad constitucional, simplemente no podría hacerlo.
Quizás la exageración y el ruido generado tengan que ver en el fondo con la certidumbre de que
vivimos un cambio de época, y se abre la posibilidad de afrontar sin aspavientos la realidad de una España moderna, diversa y plural, que teme mucho más los efectos de la desigualdad que los golpes de pecho sobre la identidad. Conviene que desde el independentismo democrático se tenga también en cuenta esa cruda realidad: si se desperdicia la oportunidad de abrir esta etapa,
los únicos que aplaudirán la frustración serán los nacionalistas del otro lado del espejo. Los otros "sediciosos".
Muy buen artículo Jesús. Enhorabuena.
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