Desde la tramoya

Bailar al ritmo de Vox

Ellos dicen pin parental y nosotros asumimos su lenguaje. Y como el pin parental es originariamente una buena idea que permite que los adultos impidan a los menores ver pornografía o violencia en la televisión o en el ordenador, aceptamos de algún modo el marco mental que Vox pretende crear: los padres tienen derecho a evitar que los niños reciban pornografía en las aulas, a través de ese mismo “pin parental”.

Por eso, los colegios, según Vox, tienen que comunicar a los padres previamente los contenidos que se impartan y que tengan que ver con educación sexual y modelos de familia. El lenguaje de Vox, inteligente y perverso, habla de “adoctrinamiento”, de contenidos “intrusivos”, y afirma que “los padres saben mucho mejor que los profesores lo que es bueno para sus hijos”. En Murcia, por la presión de Vox sobre el Gobierno regional, ya se aplica una versión ligera del pin parental, y Madrid y Andalucía se lo están pensando.

Nosotros, que no adivinamos las verdaderas intenciones de los ultras, bailamos a su compás y en su tono. Incluso para contradecirles. Primero, asumiendo el propio concepto. Y segundo, diciendo cosas que generan un debate espurio en las cafeterías, como que “los hijos no pertenecen a sus padres”. Permitiendo que el cuñado de Vox inmediatamente zanje la discusión diciendo que pertenecen menos aún a los profesores.

Detrás del pin parental, que al menos algunos han logrado llamar veto parental, hay simple y llanamente un intento de adoctrinamiento ultrarreligioso. Lo promueven, entre otros, la organización HazteOir y el Foro de la Familia, vinculados a su vez a una miríada de organizaciones ultracatólicas, como los Legionarios de Cristo, el Opus Dei o el Camino Neocatecumenal de Kiko Argüello.

Los mismos que se opusieron en su día a que se impartiera Educación para la Ciudadanía. Los mismos que pretenden que la ley fuerce a las mujeres a ser madres en contra de su voluntad. Los mismos que convocaban y llenaban manifestaciones para impedir el matrimonio de personas del mismo sexo.

En todos esos casos, esos mismos desempeñaron su pretendida “misión evangélica” de manera infructuosa, porque chocaron frontalmente con una de las sociedades más tolerantes y abiertas del mundo, que es la nuestra. Ni siquiera el PP, que con mayor o menor timidez les apoyaba de boquilla, revocó ninguno de aquellos avances sociales. En España hoy el matrimonio es igualitario y la ley protege a cualquiera de la discriminación por su orientación sexual; en la escuela pública se habla de la diversidad y la religión ha sido apartada del currículo obligatorio; las mujeres no son forzadas a ser madres dentro de unos plazos aceptados por casi toda Europa.

Pero algo crucial nos distingue de la España de hace tan solo unos meses. Hoy Vox es la tercera fuerza política del país, un regalito inesperado del independentismo catalán. Detrás de Vox, o en el mismísimo núcleo duro de Vox, están insertas esas mismas organizaciones del extremismo religioso. Y acuciado por el miedo a perder los gobiernos pactados o parte de su electorado, el Partido Popular se ve obligado a asumir las bravatas de los ultraderechistas.

Pues bien, que los hijos sean o no propiedad de los padres, o sobre si hablar del matrimonio homosexual en clase es adoctrinar o no (¿acaso no es “adoctrinar” casi todo lo que se hace en la escuela?), hay un amplio margen de interpretación. Lo que no admite interpretación, y por eso Vox prefiere orillar el asunto, es que los españoles rechazamos mayoritariamente la entrada de la religión, y más aún de la religión extremista, en nuestra escuela pública. El pretendido pin parental es solo el Caballo de Troya con el que Vox y todos sus socios, con el PP a la zaga, pretende irrumpir en el único ámbito en el que podría extender su doctrina ultrarreligiosa y reaccionaria: en las aulas de nuestros hijos.

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