Desde la casa roja

Hipocondría

A la hipocondría ya no se la llama así. No era exacto. Literalmente, del griego, la palabra viene de hipocondrio, ese cartílago situado bajo las costillas falsas. Como algunas personas se ponían la mano ahí cuando sentían una dolencia de pecho, se quedó con ese nombre. El diagnóstico de este trastorno psicológico es llamado ahora ansiedad por enfermedad. Los que la padecen lo saben. Que es ansiedad. Que no es una distorsión voluntaria de la salud. Taquicardia, pérdida de energía, de concentración, opresión sobre el pecho, temblor, obsesión brutal y continua con el cuerpo y con la inminencia de la muerte a través de la exageración de síntomas reales o imaginarios. A veces, la desazón es tan profunda que el hipocondríaco, a diferencia de lo que todo el mundo sospecha, no acude al médico. Su mayor terror es la confirmación de que, en realidad, sí lleva razón en su paranoia. No es el enfermo imaginario de Moliére, es alguien con el miedo más grande a sostener sobre los hombros, y no es siempre el miedo a la muerte, a veces, es el miedo a la propia vida. La vida es un terror ineludible. La anticipación irónica de la desgracia.

Pienso en esto mientras levantan en China, en esa ciudad que hemos puesto en el mapa de pronto, Wuhan, un hospital en quince días para dar atención a más de mil personas. Más de mil pacientes. Parece un miedo real. El próximo lunes recibirá sus primeros ingresos. Pienso en esto mientras las televisiones pelean por convertirse en los más efectivos propagadores de la hipocondría, del miedo y de la alarma sanitaria y no encuentran respuesta en ese sentido. No hay nadie dispuesto a temblar aquí.

La imprevisibilidad de las consecuencias de la enfermedad no justifica desinformaciones espontáneas ni apuntar a supuestas conspiraciones. Buscan en nuestra memoria cómo despertar el recuerdo de un Chernobyl sanitario. Países que silencian el verdadero peligro. Secretos de Estado. El enfrentamiento de dos mundos de sobra conocidos. Una emergencia atendida demasiado tarde. Y sin embargo, no estamos asustados por lo que pasa en Wuhan. Ni siquiera nos preocupa lo suficiente en nuestra vida diaria. Lo seguimos, sí, como seguimos una vez el ébola, la gripe aviar y otras amenazas. Porque aquí estamos a cubierto.

La alerta ante el coronavirus está justificada; la alarma, no. El coronavirus tiene una tasa de mortalidad situada en torno al 2% y afecta a quienes ya están debilitados por otras patologías y tienen un sistema inmunológico frágil. Esos no somos tú y yo. Una de las consecuencias que sí ha conseguido propagarse por todo el mundo es la discriminación a personas de origen asiático. Ahí sí nos encuentra rápido, el racismo es un virus de contagio muy fácil.

A este lado del mundo, nos sentimos a salvo, los ansiosos. Nosotros, los que no soportamos la pérdida de control. Pero vivimos también ajenos a lo que significan 425 muertos por contagio de un virus desconocido, impredecible y sin vacuna en quince días. Hasta dónde hemos perdido la empatía para que no seamos capaces de mirar hacia adentro para recriminarnos el peso de 425 muertos y el miedo de una ciudad. Mirar hacia dentro y descubrir si no queremos la exageración de los informativos acerca del coronavirus para no crear alarma social mundial o porque no soportaríamos de verdad tener que romper nuestra burbuja de seguridad y sentirnos inermes. Como los 11 millones de habitantes de Wuhan. Como los 1.500 millones de chinos. O sumar y seguir por todo el mundo, por ese sur que se anota muertos con cualquier resfriado porque no hay hospitales, porque las vacunas no alcanzan, porque no tienen techo bajo el que protegerse de la lluvia. Mirar hacia dentro y darnos cuenta de que aquello no nos importa porque no somos esta vez los débiles de la historia: no estamos en ese peligro. Más bien somos los incapaces de nombrar las realidades que con más probabilidad acabarán afectándonos.

Este tiempo occidental, individualista, tiene miedos cortos, irracionales siempre, que no se quitan levantando hospitales al otro lado del mundo. Se deshacen con ansiolíticos, se apelmazan, se amortiguan, se les baja el volumen y se arrinconan en un recodo de nuestra consciencia. Hacemos lo mismo con las noticias. En El nenúfar y la araña (Tránsito, 2019), Claire Legendre lo explicaba muy bien: la posible presencia de la araña en la habitación es más terrible que la araña en sí misma. Tenemos más miedo a lo que pueda llegar y escapará al control de nuestra voluntad que a lo que ya tenemos aquí. Ni las obsesiones ni la preocupación ayudan al equilibrio. Tampoco contribuyen las noticias narradas como películas de súper héroes que nos salvarán de las pandemias. Qué mundo tan distorsionado este, por completo.

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