Buzón de Voz

Dos pasos hacia una España más laica (y justa)

Esos azares del calendario han querido que este martes se produjeran dos hechos aparentemente inconexos que pueden derivar en una consecuencia común: hacer de España un espacio de convivencia más justo, más laico, más moderno, incluso más “constitucional” (como les gusta insistir a algunos siempre que el adjetivo se interprete a su modo). Casi a la misma hora en que el Consejo de Ministros aprobaba el proyecto de una nueva ley de educación, la Conferencia Episcopal elegía a un presidente que, por primera vez en veinte años, no representa a los sectores más ultraconservadores de la Iglesia. Hará más ruido, seguramente, esa otra Ley de Libertad Sexual que ha provocado grietas en la coalición de gobierno aunque sin duda supone un avance imprescindible en la lucha por la igualdad. Sin embargo, llevamos tantas décadas sufriendo la contaminación religiosa en la calidad democrática que vale la pena poner el foco en esos (tímidos pero importantes) pasos hacia un Estado laico o al menos aconfesional de verdad.

Los obispos han elegido como líder para los próximos cuatro años a Juan José Omella, arzobispo de Barcelona, y como número dos a Carlos Osoro, arzobispo de Madrid. Ambos representan la línea más coherente con el Papa Francisco y se alejan significativamente de los sectores más ultras de la Iglesia (ver aquí el perfil que traza Ángel Munárriz, periodista de infoLibre y autor de uno de los libros más interesantes sobre el episcopado y sus cuentas pendientes con el Estado). Enseguida han surgido voces que califican la cosa como una victoria del ala “progresista” de la Iglesia. Considerar “progresista” o “rojo” a cualquier obispo español es más o menos como creer a Bernie Sanders cuando se define como "socialista". Omella tiene de “rojo” lo que Obama de “comunista”.

El contexto lo condiciona todo. Del mismo modo que, en comparación con Trump, efectivamente Sanders o incluso Joe Biden y hasta el multimillonario Michael Bloomberg son gente de progreso, todo arzobispo español simplemente demócrata y dialogante pasa por socialdemócrata radical si se le compara con Rouco o Cañizares, las manos que han venido meciendo la cuna del poder de la Iglesia católica en España desde 1999 (ver aquí). Recordemos que Rouco, Cañizares y Ricardo Blázquez (un poquito más moderado) han dirigido todos sus esfuerzos durante dos décadas a oponerse a todas las iniciativas progresistas sobre el aborto, el matrimonio homosexual o la eutanasia, y a apoyar manifestaciones contra la supuesta “ruptura de España” o la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos, pero han puesto todavía más ahínco en proteger los privilegios fiscales de la Iglesia, las inmatriculaciones irregulares, la inmunidad de los sacerdotes pederastas o el suculento negocio de la enseñanza religiosa.

Y este último punto es el nexo principal que unía este martes la sede episcopal de la madrileña calle Añastro y el palacio de La Moncloa. El Gobierno volvía a aprobar el texto de la ley de Educación que ya intentó sacar adelante tras la moción de censura de 2018. Es el que tumba la llamada ley Wert, la polémica Lomce, y el que pretende, entre otras cosas, eliminar la obligatoriedad de la asignatura de Religión y del concepto de “demanda social” en la planificación escolar (ver aquí). Es decir, se trata de obligar a los colegios concertados a admitir a alumnos de familias con bajos recursos económicos o con dificultades para el aprendizaje, y “equilibrar” así la responsabilidad social de la educación pública. Debería parecernos algo obvio, medieval, de Perogrullo, pero lo cierto es que en España sigue existiendo una segregación del alumnado, por sexo y por estatus socioeconómico, que engorda un negocio educativo mayormente en manos de la Iglesia católica y soportado con recursos públicos (ver aquí).

Las fuerzas conservadoras y sus terminales mediáticas darán (seguro) más importancia al hecho de que el nuevo presidente de los obispos, Juan José Omella, haya defendido el “diálogo” como solución política a la crisis originada desde Cataluña (ver aquí), o que haya calificado de “excesiva” la prisión preventiva de más de dos años a los dirigentes independentistas (ver aquí). Insinuarán (ya lo están haciendo) que el nuevo líder de la Iglesia en España ha sido prácticamente acordado por un acatarrado Francisco desde el Vaticano con el Gobierno “socialcomunista” de Madrid. Pero lo cierto es que la gran preocupación de los sectores eclesiásticos ultramontanos, los que mueven Roma con Santiago para que el Tribunal de Cuentas no apruebe la auditoría en la que se denuncia el descontrol en la gestión del dinero público que recibe la Iglesia del Estado (ver aquí), es la firme posibilidad de que en la presente legislatura se ponga fin a una tomadura de pelo a la ciudadanía que dura ya unas cuantas décadas. Procede de la alianza entre el franquismo y la cúpula de la Iglesia y se ha venido manteniendo contra el más mínimo respeto a una letra de la Constitución que decretaba la aconfesionalidad del Estado y a un espíritu laico inherente al concepto de democracia.

La fe es algo absolutamente respetable, personal, individual, perteneciente al pensamiento, el corazón y el alma de cada cual. Pero no puede ni debe afectar al bolsillo de todos. Omella decidirá qué hacer respecto a las cuestiones teologales y doctrinarias del papa Francisco, o sobre la vergonzosa (e ilegal) protección a la pederastia en las filas del clero. Pero, más allá de su moderación o progresismo, lo que interesa a la ciudadanía es que España avance de una vez por todas hacia una convivencia justa, moderna, transparente… laica. Las creencias no pueden servir para elevar nota ni obtener becas. Lo obligatorio es una educación en valores cívicos y éticos. Y cada euro de la caja de todos debe gestionarse con absoluta transparencia. Amén.

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