Diario de una confinada

Querido diario, hoy he subido otro escalón

Cada tarde, cuando hago el transbordo en el metro para ir a la radio, me enfrento a una difícil decisión: ¿Subo por la escalera mecánica o “ a pata”?

Los que hayan vivido la experiencia de cambiar de la línea 10 a la 5 en la estación de Alonso Martínez del metro de Madrid, saben que ese tramo de escaleras al que me refiero no es cosa menor, dicho de otro modo, es cosa mayor, como diría Mariano.

Me llena de orgullo y satisfacción reconocer que en el noventa por ciento de las ocasiones gana la segunda opción, “a pata”. Es un pequeño reto diario, me hace sentir tan joven como cuando cogía el metro para ir a clase y, algunas veces, justifica ante mi rígida conciencia una palmera de chocolate en Venecia, la joya de mi barrio.

Estos días, recordando mis ascensos de transbordo –uno de tantos momentos rutinarios que ahora, durante el encierro, nos parecen experiencias a la altura de Planeta Calleja–, me he dado cuenta de que siempre los inicio con mucha alegría y decisión, pero a mitad del tramo tomo conciencia de que me faltan todavía demasiados escalones por subir y me vengo abajo.

En ese instante, me siento confinada en una escalera. Porque continuar el ascenso es duro y mis cuádriceps empiezan a quejarse, pero si me doy la vuelta y deshago la subida para volver a empezar en la escalera mecánica, además de haber triturado mi amor propio, habré tirado por la borda todo el esfuerzo del tramo superado, perderé el metro y llegaré a la radio justa de tiempo y jadeando más que Alejo García cuando contó en RNE que habían legalizado el partido comunista.

Hasta hoy nunca he tirado la toalla, ni he desandado el camino, pero sí he desarrollado una técnica para protegerme de la angustia: jamás miro al final de la escalera. Nunca. Cada día emprendo la subida con determinación y voy, paso a paso, controlando que el pie que tengo en cada escalón que piso esté bien apoyado y echando un ojillo a los tres siguientes. Me ayuda mucho sentir cómo se acerca la melodía de los músicos callejeros que siempre me esperan en la meta, la música es isotónica.

Y así, unos días con más agilidad y determinación, dando saltitos, como cuando subía del colegio y sabía que en casa me esperaba el bocadillo de fuagrás de la merienda y otros días más pausada, como cuando había quedado con un novio y no quería que se me notaran mucho las ganas de verle… cada día supero el tramo.

Con esta técnica los cuádriceps queman igual, eso no te lo quita nadie –aunque yo disimule, para que no me vean sufrir los que van acomodados en la mecánica, imitando a mis admiradas nadadoras de sincronizada que sonríen aunque estén rodeadas de agua y del revés– pero si no sumo al ejercicio físico esa apariencia inalcanzable de la cima mirada desde abajo, el esfuerzo emocional es menos duro y el ánimo más fuerte.

Querido diario, en esta pesadilla colectiva no nos queda otra que seguir subiendo “a pata”, la opción de la escalera mecánica no existe. Hay que seguir subiendo, escalón a escalón, unos días con más ánimo y otros con menos, pero todos ellos soñando con la palmera de chocolate de la Venecia de cada uno…

Dejo una canción, la que sonaba en el metro una de esas tardes en transbordo. Lo recuerdo porque está entre mis favoritas y ahora, más que nunca, suena a un deseo compartido.

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