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Diario de una confinada

Entre el silencio y el estruendo

Querido diario, hace unos años, no muchos, pude poner nombre a una inquietud que me agría un poco la vida. No soporto que alguien haga ruido al masticar comida cerca de mí, que sorba la sopa caliente o que se entregue a mascar chicle con la boca abierta. La RAE todavía no admite el término de quien no admite estos sonidos, pero por lo visto soy misofónica.misofónica

El nombre es precioso, encierra incluso cierta musicalidad, no me digan que no sonaría adecuado escuchar en un auditorio la presentación de una “misofonía de Beethoven en Do menor” o de un “poema misofónico de Liszt en Re Mayor”, pero nada más lejos del amor por la música, el término que me describe proviene del griego misos (odio) y phonia (sonido).

He leído que fueron dos otorrinolaringólogos estadounidenses, Pawel y Jastreboff, quienes bautizaron así a la sensibilidad severa hacia ciertos sonidos que genera una reacción extrema a los mismos. Y esa soy yo, prefiero todos los cascos de botellines de un año de confinamiento cayendo a la vez al contenedor verde, que alguien ronchando palomitas a dos butacas de mí en el cine. ¿Recuerdan cuando íbamos al cine…?

Hoy, en esa reflexión acerca de cómo nos está cambiando la vida –y quién sabe si el interior– esta experiencia terrorífica, me he dado cuenta de que ahora el silencio es lo que me desasosiega.

He desarrollado una nueva misofonía al sonido del silencio de las callesmisofonía , que el otro día bautizaba una amiga mía como “atronador” a lo que otra respondía con una bella definición que ahora también resulta inquietante: el “oleaje”, se refería a la cadencia de los poquísimos vehículos que circulaban a esa hora por la ciudad.

Es este el silencio del miedo, de la contención, de la alarma, del no poder velar, de la no despedida, del duelo arrebatado y mudo. Aunque es también el silencio de la responsabilidad, del encierro como lucha y es el silencio del recuerdo nostálgico de aquellos ruidos, los que tanto añoramos, incluso los que más nos irritaban a los misofónicos.

¡Quién escuchara ahora unas palomitas en boca de otro! ¿Recuerdan cuando íbamos al cine? Quién pudiera disfrutar ahora del escándalo de cubiertos y platos, chocando unos con otros, en una mesa grande llena de gente, o de la algarabía del autobús hasta arriba, conversaciones ajenas violentando la paz de tus auriculares, gentes desconocidas rozándote sin distancia social, sin sentirnos los unos a los otros como una amenaza.

Nos queda un tramo largo de silencio, cuya desazón solo supera el de la sirenas de cada ambulancia… Pero hay un sonido que me salva un poco el día cada tarde, el aplauso de las ocho, el único motivo por el que puedo colgar abruptamente el teléfono a mi madre, aislada, por su bien, pero qué mal…

- Mamá, te llamo ahora, que voy a aplaudir.

¿Cómo iba yo a faltar a la cita más importante de mi día? ¡Si nos lo cuentan en grupo, si me lo confirman en privado los que se dejan la piel en los hospitales, que les llega ese estruendo, que nos oyen, que lo agradecen, que les da tanto ánimo y tanta fuerza...!

Los aplausos no detienen las pandemias, quién no se rompería las manos si así fuera, pero silencian el miedo y la soledad. Y en esta reflexión tampoco estoy sola, cada tarde, después del aplauso en ese patio – a veces de luces y tantas de sombras– que son las redes sociales, muchos otros lo comentan porque tampoco pueden contener la emoción de contarlo: ¡Ay, el aplauso! como si cada día les sorprendiera, como a mí.

En estos días, una canción de Milanés me martilleaba la cabeza y ayer leí a uno de esos celebradores diarios del aplauso bonito, el escritor Javier Pérez Andújar –al que solo conozco como oyente de su Universo Andújar en el programa de Javier del Pino–, decir lo mismo de la misma canción.

Por eso hoy no puede ser otra, aquí dejo una canción en forma de deseo que algún día será un brindis, cuando las calles recuperen su sonido, aunque hayamos perdido tanto.

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