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Desde la casa roja

Ya somos otros

Ya somos otros

Mi abuelo materno perdió a su hermana después de que pasara una noche al raso sobre un prado húmedo de Extremadura. Se enfrió. Tenía solo veinte años. Por eso, siempre que nos veía descalzas por la casa, nos mandaba a poner las zapatillas. Cualquier resfriado podía acabar mal. A veces, le hacíamos caso; otras, no. Mi abuelo paterno nos regañaba cuando hacíamos ascos a la comida. Si hubiérais comido lo que yo comí. Pero nosotras, entonces, éramos indemnes. Nuestros cuerpos, infalibles, y nuestra prepotencia estaba siempre alerta para desobedecer. Porque en eso consiste ser joven.

Nosotros mandaremos a nuestros nietos que no besen a los resfriados, que se laven las manos muchas veces, les pediremos que no se toquen las caras, que si están enfermos no salgan de su habitación. Que se despidan cuando se alejen de alguien como si fuera a pasar mucho tiempo hasta la próxima vez. Como si, en el peor de los casos, fuera a pasar todo el tiempo. El futuro va a venir y no sé con qué potencia se grabará esta primavera en nuestros recuerdos o cómo saltará esa memoria como un resorte porque así nos dijeron que nos salvaríamos en el año 2020. Ellos, las generaciones por venir, aunque más concienciados con la coexistencia hiperconectada de este planeta, no solo tecnológicamente, nos desobedecerán porque todo esto será el pasado.

Experiencias colectivas duras, que necesariamente cambian los hábitos sociales y emocionales de una persona de forma radical, se acaban convirtiendo en rasgos que se pueden transmitir. Un caso extremo fue el de Holanda, durante el invierno del hambre en 1944, cuando el Gobierno en el exilio pidió la huelga de los ferrocarriles y los alemanes en venganza embargaron todos los transportes de comida hacia el Oeste del país. Esa situación de aislamiento de una población concreta ha permitido que pueda estudiarse y compararse después cómo afectó aquella hambruna a todo un pueblo, modificando no solamente los hábitos frente a la alimentación, sino transformando la herencia metabólica de generaciones siguientes.

La grisura de la imagen de esas camas alineadas y lo suficientemente separadas del hospital de campaña montado en el pabellón de IFEMA en Madrid, el inmenso artículo de la periodista Ana Fuentes en El País, Cuando la guerra te toca, contando cómo no ha podido despedirse de su padre, los enfermos durmiendo tirados en los pasillos de nuestros hospitales, la policía abofeteando en la calle a una persona que se ha saltado las normas del estado de alarma, el tembloroso mensaje del sábado de un presidente del Gobierno sobrepasado, el desprecio con el que hemos hablado estos días de las muertes de los mayores. ¿Cómo nos repondremos de haber sabido que en las residencias de ancianos había cuerpos muertos bajo el mismo techo que los cuerpos vivos? No lo sabemos, pero lo haremos. Y esos también seremos nosotros.

Me contó el poeta Marcos Ana que cuando salió de la cárcel, después de veintirés años, vivía constantemente mareado, había perdido la capacidad de mirar el horizonte. Las distancias largas, sin el muro de la prisión, le daban dolor de cabeza. Pero nosotros tenemos, en la mayoría de las casas, ventanas que se abren, agua en el grifo, entretenimiento para varios años, tenemos un botón verde en nuestra mano para hablar con quien deseamos. Pero vienen semanas largas. Días con altibajos abruptos. Los efectos de las cuarentenas, las consecuencias del aislamiento se reducen cuando en la soledad se tiene presente que lo hacemos formando parte de un bien común. Aislados somos el mejor equipo de protección.

Puede que nos preguntemos qué recordarán nuestros niños de las noticias, del encierro, de esa silueta del COVID-19 que muchos dibujan y colorean. En realidad, en permanecer ajeno a la tragedia consiste la infancia. Y muchos de ellos, sabrán de estos meses oscuros por lo que nosotros les contemos. Ese relato debe contener las pérdidas, las despedidas que no han podido producirse, cada familia atónita frente a la velocidad de la muerte, deberá contener los desmanes políticos y el pánico social. Pero también debe asumir la épica no solo de un país que aprendió algunas cosas, el ruido de los aplausos y las canciones en la oscuridad de marzo, sino de un mundo que giró bruscamente y cambió las reglas, que tuvo que parar dramáticamente su frenético pulso. De algunas profesiones que se expusieron en la intemperie a la crueldad de este virus. Generaciones comprendiendo de golpe que lo colectivo es vital porque solo si estamos todos a salvo, cada uno podrá seguir con su vida. Qué inesperada bofetada global.

Ya somos otros y somos los mismos. Aunque no nos demos cuenta, cómo no iba a transformarnos esto. Ahora que sabemos ciertamente que la salud era un derecho humano fundamental y la defenderemos de cada una de las embestidas que quieran precarizarla. Igual que nuestros mayores entienden el verdadero valor de no pasar hambre, de no pasar frío o de la libertad. Y nos cuidaremos extremadamente para que después estas semanas, aunque nos hieran profundo, podamos pisar las calles nuevamente pareciendo los mismos en medio de las ausencias. Aunque mantengamos, de momento, las distancias, los abrazos en suspenso.

Aunque estas palabras te suenen frágiles hoy, aunque escuezan porque aún está abierto. Quédate en casa. Te espero el miércoles que viene.

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