Desde la tramoya

Nefasto patriotismo

Luis Arroyo

Anticipamos por un lado los desastres que vendrán: millones de ciudadanos en el paro, miles de empresas cerradas, subidas masivas de impuestos para costear la improvisada respuesta estatal a la crisis... Una recesión mundial mayor que la de 2008, se nos anuncia. Y por otro, para ayudarnos a sobrellevar el catastrofismo, nos animamos acudiendo a las arengas ancestrales de una comunidad asediada: “saldremos de ésta, juntos somos invencibles, venceremos...”. El patriotismo de los aplausos a los héroes, el desprecio de los traidores, la alabanza de los “soldados” que libran la batalla “en primera línea”, nos reconforta aunque sea superficial y momentáneamente.

No sabemos a ciencia cierta qué pasará, ni si las medidas que cada cual ha puesto en marcha eran realmente las mejores. Estamos actuando con escasísima información y en circunstancias desproporcionadamente precarias.

Hay sin embargo una realidad incontrovertible cuyas consecuencias nefastas sí podemos anticipar ya: la respuesta a la epidemia está siendo egoísta y cerrada, patriotera y vulgarmente nacional. Ninguno de los países europeos ha coordinado nada en lo más mínimo con sus socios. Cada cual tomó las decisiones como le vino en gana. España ha tomado medidas drásticas mucho más duras que las que han tomado Alemania o Francia. Cada país fue decidiendo el cierre de sus fronteras contraviniendo unilateralmente los acuerdos comunitarios. Contamos los muertos por país, y comparamos nuestras curvas con las de otros países como si cada cual sólo tuviera que preocuparse de su propio gráfico. No es de extrañar que sea el más “patriota” de nuestros gobiernos regionales, el catalán, el que pida endurecer aún más el aislamiento de su población. Los historiadores cuentan que uno de los efectos de la Peste Negra, que asoló Europa en el siglo XIV, fue el aumento brutal del antisemitismo.

La nueva consigna: arrogancia, mentiras e incompetencia

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Los judíos fueron acusados de estar en el origen de la propagación de la enfermedad y fueron víctimas de progromos y de la extinción de muchas de sus comunidades locales. La otra gran pandemia, la Gripe Española de 1918, con un número de muertes que se estima en 50 millones, reforzó el nacionalismo, promovió un más estricto cierre de fronteras y fue el inicio de la Gran Depresión, que daría paso años más tarde al ascenso de los totalitarismos y más tarde a la II Guerra Mundial.

Si algunos soñábamos con un mundo más abierto y más integrado, con una progresiva apertura de fronteras y un internacionalismo creciente, el coronavirus nos ha despertado de manera abrupta. La primera reacción de los estados ha sido replegarse. Cerrar fronteras. Acopiar para sí mismos materiales médicos en escasez. La propia presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha tenido que regañar a los estados miembros por su egoísmo patriótico. La ausencia de una gestión común de la crisis es tan clamorosa que liquida literalmente décadas de trabajo por la unidad del continente. El resto del mundo no alienta más esperanza. Las estupideces de Trump aceleran el proceso de decadencia de Estados Unidos como líder mundial. Su espacio es ocupado por la propaganda china, que está logrando seducir al mundo entero con sus supuestas virtudes sociales, económicas y políticas. No es una suposición ni una profecía.

Es posible –ojalá– que cuando salgamos a la calle seamos más fuertes como comunidad nacional. Pero ya es una mera constatación que el maldito virus está minando nuestra hermandad universal. Nuestro sueño era solo eso: un sueño.

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