Desde la casa roja

Entre libertad y seguridad, hoy elijo mascarilla

Aroa Moreno

Nuestra nación defiende la democracia y unos buenos desagües.

John Betjeman

Cuando ya le has visto las orejas a algún lobo y el futuro te ha mostrado su fragilidad, situaciones de peligro como esta no te hacen pensar de primeras en lo vulnerables que somos. Ya lo sabías. El debate sobre cuánto darías de tu libertad a cambio de seguridad lo coges también con guantes de látex: te lees la letra pequeña. Sin embargo, aislados recibimos conjeturas que nos ordenan. Te quedarás en casa el tiempo que te digan si con eso te salvas. Lo haré, claro. O si con eso salvas a alguien. Aquí la responsabilidad muta en más de 2.300 infracciones al día en una ciudad como Madrid. Lamentable.

Pasado el shock de despertarnos una y otra vez después de una pesadilla terrible, la enfermedad nos ha obligado a repensarnos y sacar algunas ideas que dormían en el fondo de nuestros cajones. Ruedas de ratón y mantenimiento de la casta propia: estábamos ocupados guardando para el día de mañana y el mañana se nos ha roto. La pandemia ha puesto la lupa sobre algunos valores que creíamos que nos mantenían a salvo. ¿Y es que no lo estábamos? El Estado ha intervenido para ordenar el caos y la muerte. Y el Estado interviene también –más intensamente– en otros lugares. Sálvanos con urgencia, le hemos suplicado desde la cara interior de nuestros balcones. Lo raro sería no preguntarse, desde la cima de los porcentajes de mortalidad del virus, por qué les ha ido mejor a otros. Pero hay que fijarse bien en contra quién nos comparamos.

El falso dilema del siglo XX no debería seguir siendo el del XXI: saber si estábamos con Estados Unidos o con alguna cualquier otra potencia autoritaria de sus antípodas. Nosotros no somos la China que ha fumigado y salvado Wuhan, la que también ha represaliado a los médicos que dieron la voz de alarma en enero y murieron contagiados en febrero. A nuestros números les faltan cifras, pero hay que confiar en que los mecanismos democráticos activarán sus engranajes para exigirlas. No ejercemos un control descontrolado, pero reconocemos que podría haber sido el fin del fin si el virus se hubiera expandido entre sus más de 1.400 millones de habitantes. Tampoco somos EE UU, patria de los extremos, indiferente hacia lo público y epicentro del capitalismo. Difícil momento socioeconómico para que Europa además nos demuestre que estas viejas democracias son mejores que cualquier autoritarismo.

Escribe Tony Judt en Algo va mal (Taurus, 2010) que “cuando hombres y mujeres se vean obligados a depender de los recursos del Estado, recurrirán a sus líderes para que los defiendan: habrá quienes apremien a las sociedades abiertas a que se cierren y sacrifiquen la libertad en aras de la seguridad. La elección ya no debería ser entre mercado y Estado, sino entre los diferentes tipos de Estado. Si no lo hacemos, otros lo harán”.

Todos los días escucho por la ventana el bandear del viento contra los precintos policiales que delimitan los columpios del parque infantil al que normalmente vamos con nuestro hijo. Es una de las imágenes más insólitas de la pandemia. No haría falta clausurar ningún recinto infantil si, sencillamente, no entráramos. El cierre de los parques, de las fronteras, las multas, las prohibiciones de reunión en lugares públicos y privados, el control mediante el big data, la vigilancia invasiva o las elecciones suspendidas son las herramientas de control que ya han aterrizado. Igual que el niño necesita los límites del adulto para sentirse seguro, el Estado ha descendido para atender nuestra desconfianza hacia la capacidad que tenemos de evadir el peligro que generamos moviéndonos. ¿Necesitaremos los brazaletes de Corea del Sur para controlar los confinamientos?

Transparencia, un sistema sanitario eficaz, prepararlo para las emergencias y no precarizarlo, dotarlo de infraestructuras poderosas y profesionales que trabajen seguros. Fondos constantes para la investigación y la ciencia. Lo que espero de un Estado es un sistema educativo donde no se cuestione la pertinencia en las aulas de los valores éticos y cívicos que nos instruyen en cómo cuidar de lo colectivo, a respetar lo común y comprenderlo como algo nuestro que debemos proteger. Lo que espero del Gobierno post-covid19 es que me asegure que, la próxima vez, yo también tendré una mascarilla para mí y para aquellos a los que cuido y que me indique con rotundidad cuándo y cómo debo utilizarla. Y yo, con rigurosidad, sin titubeos, cada día, nos las pondré.

El pasado es ya otro mundo en el que teníamos más de lo que necesitábamos, pero en el que estaba agotado lo imprescindible.

Por ahora, nos quedamos en casa hasta que nos digan.

Y nos leemos el miércoles que viene.

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