Desde la tramoya

El peligro del miedo

El relato ha sido más o menos así: “Un enemigo letal se ceba en poblaciones enteras. Los enfermos saturan los hospitales, los muertos se acumulan en morgues improvisadas. Ni siquiera a los familiares se les permite abrazar a los enfermos, ni despedir a quienes fallecen. Los héroes luchan en primera línea de guerra contra el enemigo. Las autoridades vigilan por el cumplimiento de las normas, adoptando medidas de excepción. Quien no las acepta se convierte en un traidor a la patria que debe ser perseguido con el beneplácito de la comunidad. Las mascarillas, las líneas de separación, los guantes quirúrgicos… en todo lugar se nos sugiere que somos sin excepción agentes mortíferos en potencia si no respetamos las medidas que se nos imponen”.

Asumiendo la metáfora de la guerra contra un enemigo común y la llamada a los ciudadanos a la contienda, convertidos en su mayoría en héroes o, unos pocos, en traidores, las autoridades se atribuyen especiales poderes y los presidentes se autoproclaman comandantes en estado de guerra, que es para un líder nacional como jugar en la liga de los campeones de la gobernanza mundial.

En el caso de España, no voy a cuestionar ahora la buena voluntad de nuestro Gobierno. Ni tampoco la pericia de los epidemiólogos que le asesoran. Han estudiado en las mismas universidades y han trabajado con tanta dedicación y conocimiento como sus colegas internacionales, que han recomendado hacer exactamente lo contrario de lo que ellos proponen. Entiendo que en una situación nueva como la que atravesamos se podía pensar ayer que las mascarillas y los guantes no servían para nada y hoy pensar lo contrario. Se podía ayer centrar la atención en las unidades de cuidados intensivos y hoy descubrir que el desafío son los ambulatorios. Se puede decir ayer una cosa, hoy otra y mañana otra distinta. Es el proceso natural de descubrimiento científico. Y yo no tengo ni idea de epidemias. Solo nos cabe esperar que del cruce científico resulten soluciones adecuadas.

Pero sí puedo sugerir que la metáfora de la guerra patriótica contra el virus empieza a resultar inútil. Hemos descubierto que no es cierto que seamos todos bombas andantes. Ya sabemos que ni todos deberíamos tener el mismo miedo al “enemigo”, ni todos el mismo grado de obligación en “la lucha” contra él. Por mucho protagonismo que hayan adquirido en la televisión el joven de 30 años que muere (también hay niños que mueren de infarto, pero son casos extraordinarios), o la señora de 101 años que supera la enfermedad, los datos son contundentes. En Madrid más de la mitad de las muertes se han producido en residencias de ancianos. Repito: más de la mitad de las muertes en residencias de ancianos. En Cataluña y en Castilla y León las cifras son similares.

En el conjunto de España, en torno al 70 por ciento de los ingresos en UCI han sido de mayores de 60 años. Por supuesto, entre quienes mueren, el porcentaje es mucho mayor. Nuestra supuesta guerra colectiva, que nos ha confinado a todos durante semanas, la guerra que sigue pidiéndonos que no nos toquemos, que nos pongamos guantes y bandanas, que nos inocula el miedo que nunca hasta ahora tuvimos, es en realidad un problema localizado en un grupo de riesgo muy específico (aparte del reducido grupo de los profesionales de la salud, por supuesto): se trata de los mayores y, más específicamente, los mayores que contagian a otros mayores. Es un 20 por ciento de la población: quienes cuando tienen la enfermedad pueden tener dificultades para recuperarse y generan la saturación de los hospitales. En España, como en Italia, el problema es más grave que en otros países porque tenemos la mayor esperanza de vida del mundo.

La metáfora de la guerra sirve cuando hay una guerra real. Cuando la guerra no existe o no se gana, deja de funcionar. Los militares empiezan entonces a parecer irrelevantes. Los gobernantes, ineficaces o mentirosos. Los remedios, inútiles. El control empieza a parecer represión. La gente de buena voluntad se indigna y empieza a manifestar su enfado. No me refiero a los ultraderechistas ni a los ultraizquierdistas. Esos están enfadados siempre. Me refiero a la gente moderada, la mayoría. Incluso de guerrear en guerras reales la gente se cansa. Hay un momento en el que los aplausos patrióticos, aunque solo fuera por el cansancio, empiezan a sonar menos.

El Gobierno, que hasta ahora ha presumido de adoptar las medidas más estrictas del mundo, tiene en esta previsible segunda fase que parece llamarse de “desescalada”, la oportunidad de cambiar de metáfora, abandonando la de la guerra y limitándose a un relato estrictamente sanitario y concentrado en los grupos de riesgo real.

Podría entonces dar algunas buenas noticias. Que el sistema se vuelca en proteger a los realmente vulnerables, desde un punto de vista sanitario: los mayores. Y que los niños y los jóvenes no tienen prácticamente nada que temer. No tiene ningún sentido que en el súper, en el quiosco o al pasear al perro, no se proteja a los ancianos de manera específica. Que se les permita incluso trabajar. Y que, mientras tanto, los niños no puedan salir a jugar al jardín, ni siquiera con sus vecinos de escalera. Que una escuela tenga a todos los niños contagiados a lo largo del tiempo es incluso positivo, según el consenso –por ahora– de los científicos. El problema son los mayores que conviven con ellos. Es a ellos a quienes hay que cuidar. No tiene ningún sentido que siga habiendo residencias de ancianos sin medicalizar por completo y nuestros abuelos sigan sin ser disponer de pruebas, mientras se dedican ingentes recursos públicos a multar a una pareja que va a la compra con los mismos hijos pequeños con los que duerme cada noche. No tiene ningún sentido que un padre o una madre no pueda dar un paseo con sus pequeños. No tiene el menor sentido que el Metro de Madrid esté abierto para los mayores mientras se cierran los recintos deportivos para los jóvenes. No tiene la menor explicación racional que se apliquen las mismas normas en Madrid o Barcelona que en cualquier aldea de la España despoblada. Que la gente ande en el metro para ir al trabajo y que en uno cualquiera de los miles de pequeños pueblos de España la gente sin riesgo no pueda pasear por las calles.

Es ridículo pensar que una comunicación destinada a los grupos de riesgo supondría estigmatizar. Prohibir a una embarazada subir a la montaña rusa no es estigmatizar, sino proteger. Impedir que un niño entre en una discoteca no es estigmatizar, sino proteger. Concentrar las pruebas y las prevenciones, los esfuerzos y la comunicación en los mayores no es estigmatizar, sino proteger. Tengo padres de 85 años y un hijo de nueve. No entiendo que los tres estén recibiendo el mismo tratamiento. No me preocupa nada que mi hijo pudiera salir a jugar con otros críos, o que sus hermanos mayores pudieran reunirse con sus amigos. Pero sí me preocupo cada vez que mi padre va al supermercado.

En un artículo muy comentado en los inicios de esta crisis, uno de esos prestigiosos epidemiólogos, John Ioannidis, tan ilustre como otros que no piensan como él, utilizó una fábula interesante: la del gato y el elefante. Preguntándose si el confinamiento no podría ser “un fiasco en ciernes”, el doctor dice: “Es como un elefante atacado por un gato doméstico. Frustrado e intentando evitar al gato, el elefante salta accidentalmente por un acantilado y muere”. El Gobierno tiene ante sí ahora la difícil tarea de quitarnos el miedo y concentrar los esfuerzos en quienes de veras necesitan todo el esfuerzo: nuestros mayores.

Si las autoridades, aun con toda su buena voluntad, no afinan bien en la modulación del temor, podrían lanzar el elefante al abismo. El miedo es peligroso. Sirve para promover la docilidad, pero si no se controla también puede ser el detonante de la rebelión.

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