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Diario de una confinada

El tarro de la felicidad

Raquel Martos

Nico tiene siete años y en su cole le han encomendado una labor de almacenaje en confinamiento. No, no se trata de levadura aunque sí de papel, pero no del higiénico, sirve en realidad cualquier trocito de cuartilla en el que pueda escribir con claridad la experiencia, la sensación, la vivencia que más satisfacción le ha dado en el día, para meterlo en un tarro, “el tarro de la felicidad”.

Nico va introduciendo día a día lo que le ha hecho feliz y, cuando el tarro está lleno, saca todos los motivos que ha ido coleccionando y los lee. Dice –con una voz deliciosa que llenaría de felicidad todos los tarros de una embotelladora– que al leer sus experiencias bonitas, por ejemplo “ver llover”, se siente más feliz, bueno, él lo llama “estar más cómodo”.

Todos hacemos este almacenaje emocional a lo largo de la vida, aunque no nos lo propongan en el colegio, aunque no seamos conscientes. A veces, son “aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas” y otras, motivos superlativos de felicidad, el amor en cualquiera de sus formas, por ejemplo.

De igual modo, almacenamos asuntos pequeños que nos provocaron un dolor incómodo, como el de un padrastro cerca de la uña, junto a aquellos sucesos devastadores que nos desgarraron por dentro. Porque, en realidad, a lo largo de nuestro recorrido vital, los seres humanos vamos llenando dos tarros al tiempo, uno con las experiencias felices y otro con las dolorosas.

En estos días, Anna, amiga entrañable cuya pareja lucha contra el puto bicho desde hace un mes, envía a un grupo en el que estamos algunas de las muchas personas que la quieren, documentos tan variados que tendríamos para repartir entre los dos tarros: los partes médicos diarios, la esperanza, los miedos, las risas por un chiste, una receta de cocina, la angustia, las fotos maravillosas del pasado que le devuelven a momentos felices y a nosotras nos hacen viajar con ella…

Lo que hace mi amiga es poner en práctica el equilibro de la existencia, combinar el dolor con la alegría, porque los dos tarros son necesarios, ambos forman parte de la vida.

Podemos esconder el del dolor en el fondo de la alhacena, pero ahí está y, en algún momento, cuando vayamos a sacar el de la flor de sal, o hagamos limpieza, nos encontraremos con él y con todo lo que esconde debajo del moho que crea el paso del tiempo… El tarro del dolor hay que tenerlo visible, afrontarlo, abrirlo y masticarlo de cuando en cuando y siempre saber que está, aunque lo dejemos parcialmente tapado por el de la pimienta rosa.

Pero tampoco es saludable esconder el tarro de la felicidad o tratar de que lo escondan otros cuando nosotros estamos en sombra. Buscar la luz no es ser infantil, ni “Mr Wonderful”, buscarla es necesario para vivir, somos seres lumínicos.

A poco que hayas caminado por la vida, ya sabes que el dolor se va a introducir en tu organismo en un momento o en otro, lo busques o no, te vas a encontrar con él. Y quien persigue la alegría, la suya y la de quienes lo rodean, no está exento de dolor, es solo que hace el esfuerzo, a veces durísimo. En muchas ocasiones resulta infinitamente más costoso buscar motivos para llenar el tarro de la felicidad que beberte a sorbos el de la desdicha, no subestimemos el intento.

Nico sigue llenando su tarro de la felicidad y, al hacerlo, llena el de todos los que lo queremos, son los superpoderes de tener siete años. Anna, como todos nosotros, va llenando los dos y quienes la queremos intentamos ayudarla a que en el de la felicidad haya más trocitos de papel, porque ella también se esfuerza por llenar el nuestro.

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