Desde la casa roja

¿Quiénes son los niños?

Aroa Moreno

Desde hace tiempo, puede que hayan participado en conversaciones donde se debate con ferocidad si los niños deben o no salir a la calle. Espero que no hayan leído los mismos desprecios que yo. No conozco a ningún padre, y eso debería ser indicativo, que prefiera que sus hijos sigan severamente recluidos en casa a que puedan salir, al menos, unos minutos de su mano y en el orden que se convenga. Hablamos, quede claro porque es fácil decir lo contrario si tienes un jardín o si tu casa es lo suficientemente amplia para darte unas carreras, de niños que desde hace un mes y diez días no reciben un solo rayo de sol y no respiran el aire libre. También deberíamos pensar acerca de esos niños confinados en circunstancias privadas desconocidas e inseguras. Niños que no saben si sigue siendo invierno fuera o ha llegado la primavera para aportar algún sentido estacional que les oriente en estos extraños tiempos. Pero, sobre todo, no conozco a ningún padre que quiera que su hijo se ponga en peligro o ponga en peligro a nadie. Esto también es importante.

El Gobierno explicó ayer a mediodía algunas medidas para rebajar el confinamiento que permitirían a los menores de 14 años cruzar el umbral de sus casas. La lluvia de críticas arreció durante toda la tarde. Los niños se convirtieron en un sujeto inactivo sobre el que un país decidía en directo. Los niños, esa tercera persona del plural desconocida: como si no fueran nuestros hijos o nuestros sobrinos o los nietos de nuestros amigos. La decisión permitía que los niños pudieran acompañar a su madre o a su padre a realizar las tareas aprobadas por el decreto del Estado de Alarma. A partir del día 27, podrían hacer salidas para ir al supermercado, al banco, a comprar el periódico, el pan o a la farmacia. Es decir, dejar un espacio cerrado seguro para trasladarse a un espacio cerrado inseguro. Habrían sido los mismos 6,8 millones de niños españoles que han cumplido durante seis semanas con el régimen de confinamiento más severo del mundo. Los padres y madres no somos expertos en nada, no hay luz después del parto, pero sacar a los niños de sus casas para llevarlos a lugares que son focos de contagio es difícil que nos parezca buena idea. Hubo un ruido inmediato ante la medida y el Gobierno lo escuchó.

Más allá de la política y sus decisiones, atendamos a las razones de la infancia y por qué ha llegado el momento de que se permitan estas salidas. Los niños tienen una enorme capacidad de adaptación para afrontar sus pequeñas vidas, una aptitud que los adultos vamos perdiendo. La mayoría de los niños son felices pasando el día completo pegados a sus padres, con nuevas normas y horarios más laxos de los habituales. Pero cortar sus rutinas, desprenderlos de sus amigos, profesores o de sus abuelos, reducir sus espacios cuando acaban de conquistarlos, y meterlos entre unas paredes, aunque completamente necesario, sí tiene algunas consecuencias para su desarrollo. Por eso y no por ningún otro motivo, debería tener el máximo sentido exponerlos al exterior en medio de una crisis sanitaria que no acaba de doblegarse. Son esas consecuencias y no los supuestos caprichos de los progenitores como se anda diciendo, o los deseos adultos de pisar la calle, las que debió atender la decisión del Gobierno en esa primera medida de alivio para ellos.

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Esa capacidad de adaptación de los niños, ese estar en etapas primeras del desarrollo, es la misma que necesita el exterior para mantenerse sanos. Y aunque ver el horizonte pueda ser también vital para los adultos, no es tan crucial como para los menores. Para empezar, afuera mejora la oxigenación, algo que tiene consecuencias globales para el bienestar físico. Al aire libre, su movimiento grueso, todavía afilándose, vuelve a funcionar y el cerebro de los niños continúa su desarrollo. Se liberan endorfinas que ayudan a que el estrés disminuya. Por si hubiera duda, hay niños que están teniendo episodios de insomnio y ansiedad por la incertidumbre, la incomprensión de la situación y el confinamiento. Al aire libre, las emociones ocultas se liberan. Además, inevitablemente, en casa, los niños están más en contacto con las pantallas, actividades dirigidas hiperestimulantes que no ayudan al desarrollo de la memoria o de la atención.

Los extremos de la vida necesitan cuidados extremos. A veces, se nos olvida quiénes son esos niños de los que hablamos. Son personas con pocos años que viven insertas en las sociedades que diseñamos los adultos. Desalojar a la infancia de las ciudades y de la política puede tener consecuencias como la de este martes: medidas incomprensibles que a los padres, que no somos otra especie diferente a los que no lo son, nos parezcan de riesgo. La misma mancha con la que emborronamos a nuestros abuelos al final de su vida es con la que interesadamente invisibilizamos la infancia.

En los próximos días, estoy segura de que el Gobierno trabajará para que estas salidas sean lo más seguras posibles para todos, saludables para los niños y, sobre todo, para que no interrumpan el descenso de los contagios. Todos entendemos que la prioridad es salvar el mayor número de vidas y paliar el máximo dolor posible por las inevitables pérdidas.

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