Diario de una confinada

Cumplir en confinamiento...

Raquel Martos

El primer día de confinamiento ordené el zapatero y aquel logro me llenó de orgullo y satisfacción. No era una cuestión de adelantar trabajo, lo que hice fue llevar a cabo, por fin, una tarea que tenía pendiente desde que se fue el calor, allá por octubre. Entonces, no en primavera, tendría que haber colocado a mano el calzado de invierno y dejar más apartado y escondido el de verano.

La clasificación fue como una “desescalada” gubernamental, en cuatro fases. Es que yo en el asunto “zapatos” soy una Imelda Martos, no porque compre muchos sino porque me deshago de pocos y cuido con mimo los que tengo. Conservo zapatos que podrían formar parte del vestuario de Flashdance...

Me sentí orgullosa de aquel momento Marie Kondo y alcancé una extraordinaria paz interior porque soy una caótica a la que le altera el caos. Sí, puede que resulte incoherente pero soy una desordenada que respira hondo cuando ordena, una exfumadora que odiaba muchos aspectos del tabaco cuando ejercía y una acrofóbica a la que le chiflan las montañas rusas más extremas de los parques de atracciones. A mis años he aprendido a asumir mis contradicciones.

Al día siguiente del zapatero llegó “la fase cero” del archivador de documentos y nunca pasé a la posterior, “la fase uno”. Es que los papeles me pueden, si yo fuera Superman (que no es el caso, ni por género, ni por poderes, ni por estatura) mi kryptonita sería cualquier notificación en forma de documento. De hecho, cuando trato de clasificarlos, me lío más que María Dolores explicando el despido en diferido.

El desánimo por no concluir la tarea de dejar limpio y aligerado ese cajón desastre de documentos que parece una prolongación doméstica del contenedor azul, me incapacitó para seguir reordenando mi vida confinada.

Ahora comienza el plan de desescalada ¿les he comentado que no me convence este término? y acabo de angustiarme. Resulta que en estos cuarenta y no sé cuántos días ¿les he comentado que he perdido la cuenta? no he cumplido los propósitos que me marqué para el encierro hogareño. Y eso que cuando los pensé, con el ánimo de matar el vértigo terrorífico ante lo que venía, nada que ver con el adrenalínico de la montaña rusa, solo teníamos por delante una quincena.

Triplicado el plazo previsto: no he leído todas las novelas que tenía en mente, ni he vuelto a ver los clásicos del cine que me había propuesto. No he liberado a la elíptica de su rol de perchero ni he aprendido a hacer croché. No he comenzado mis clases de italiano ni he mejorado mi inglés.

Tampoco he hecho pan –en realidad eso nunca me lo propuse– ni he llamado a todos los amigos con los que imaginé un confinamiento de horas al teléfono o a la videollamada, esto último sí me duele.

En realidad, si miro atrás, lo más provechoso que he hecho en estos días que parecen años ha sido continuar. Y bien pensado, no está nada mal, to be continued era la fórmula de despedida de las series de nuestra infancia y nos invitaba a desear con ilusión el capítulo siguiente. Lo que ahora sería la siguiente fase, pero con todas las ventajas de la ficción…

Michael Robinson, nacido para contar

Michael Robinson, nacido para contar

¡Ah! se me olvidaba una de las cosas más gratificantes que he hecho en estos días, participé en un video musical –no se rían– para dar ánimos a alguien que estaba en el túnel y resulta que ese alguien hoy vuelve a casa.

Una pequeña alegría en este tiempo de dolor es un tesoro y la vuelta a casa de Carmelo, queridos lectores, es un alegrón. Felicidades a todos aquellos que hayan tenido algún alegrón de este calibre en días como estos…

Brindo por todos vosotros, especial mención a Anna y Carmelo.

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